Si lo que más valoramos de nuestra vida es la estabilidad psicológica y económica por poco que sea el dinero que recibimos regularmente como empleados o jubilados… Pero también el estar libre de amenazas, de asechanzas, de acosos, de la preocupación por no ser engañados, puede decirse que vivimos tiempos horrorosos. Viviremos en cambio felices, si nos atrae la incertidumbre, la zozobra, el peligro… todo eso que busca el mercenario de los ejércitos privados. Pero éste último no es el caso de la inmensa mayoría de la población.
Y cuando digo horrorosos me refiero a las condiciones que, desde hace unos años a esta parte y cada vez más dificultosas, vivimos en la sociedad sin esperanzas de una vida tranquila y en calma más allá de la salud y otros contratiempos, como la que en general siempre vivió todo jubilado o el empleado casi vitalicio a que el empresario acostumbraba, o se acostumbra, en el país del Sol naciente.
Veamos…
¿Qué clase de dignidad y de derechos adquirimos aceptando, primero cookies y luego los términos y condiciones de un "contrato" de mil páginas que no leemo, que no sean el poder usar un sistema, un programa o una aplicación informáticos?
Nuestra vida, tan estrechamente ligada hoy a Internet, salvo los suicidas civiles que la evitan por su voluntad o por su incapacidad, o no la evitan pero carecen del apoyo necesario para desenvolverse en el ciberespacio, está sumida en una suerte de argucias jurídicas que el Derecho tradicional de cualquier país debiera rechazar pero aprueba porque no hay alternativa. Que debiera rechazar, porque es un atentado contra la autonomía de la voluntad, contra la libertad que en el sistema económico de libre mercado se nos ofrece como sagrada. Lo que a su vez pone en evidencia que la autonomía de la voluntad jurídica del ciudadano y la ciudadana es muy estrecha, y la libertad de mercado es mentira porque, no los productos superfluos pero sí los esenciales están en manos de unos pocos, de monopolios y de oligopolios. Pero es que a ello se unen las infinitas entidades informáticas que se sirven de la misma treta que las compañías que nos suministran electricidad y agua, por ejemplo.
Esto supone que la diferencia entre el sistema democrático occidental y cualquier sistema totalitario consiste en que éste no engaña, mientras que el democrático-liberal se basa en la técnica del engaño instituido; una serie de triquiñuelas para manipular la dignidad cívica de las poblaciones, con presunciones y engaños que no tienen otro remedio que obviar, para dedicarse al consumo, el verdadero motor de la economía, del sistema económico y de la política de partidos. En realidad, cuando cliqueamos "aceptar" -y esto lo hacemos constantemente-, aunque no estemos de acuerdo se supone que lo estamos. Se supone que estamos conformes con los términos y las condiciones que recoge el documento virtual que nos impone aceptar el suministrador del uso de esa aplicación, sistema o programa que ni siquiera leemos, si queremos hacer uso informático de él. No es pues un contrato bilaterale que en la técnica jurídica depurada se llaman sinalagmático y supone tanteo, negociación entre las partes.
El Derecho, así, se convierte en cómplice de otra simulación más en este ámbito y en este modelo sociopolítico y económico. Cada vez que queremos (o necesitamos) usar un sistema informático, un programa o una aplicación, estamos dando nuestra aprobación a un contrato de adhesión. Como de adhesión es el contrato de la luz o del agua.
Los juristas, los abogados de esos entes que ofrecen sus productos, no necesitan otra pericia que encontrar la plantilla del documento que evita toda reclamación que pueda prosperar ante la justicia ordinaria, en un eventual juicio promovido por el internauta y usuario. Ahí termina su trabajo. A eso se reduce su mérito profesional. El Derecho de la fuerza, como sucede con el Derecho Internacional que no es más que una tapadera para el ejercicio legitimado de la fuerza, es lo más destacado de unos tiempos que hasta ahora nadie ha vivido. Un regreso a la barbarie perfeccionada que nos proporciona esta civilización occidental…