Si algo queda claro luego de semana y media del golpe, es que estamos ante una suerte de empate a favor de Micheletti. Este contrasentido dialéctico se ordenó en una acelerada sucesión de pasos que instalaron un statu-quo donde ninguna de las partes es capaz de avanzar más de lo que puede, aunque quisiera, ni retroceder más de lo que debe, aunque pudiera.
Zelaya no pudo volver al poder en Tegucigalpa, a pesar de su decisión indeclinable, de las crecientes movilizaciones internas y del apoyo del sistema hemisférico de Estados. La doble ronda del avión que no pudo aterrizar en Tegucigalpa fue apenas la señal de una relación de fuerzas que no dio para imponerlo en tierra.
El gobierno dictatorial no pudo ganar ningún apoyo, excepto de Israel, de una minoría de población y de si mismo frente al espejo de su propia condición de clase. Pero logró una posición política de fuerza en la constitución inmediata de un gobierno de facto 32 horas después del porrazo militar.
Ese gobierno se apoya en tres poderes de Estado: el Congreso Nacional, la Corte Suprema y las Fuerzas Armadas. Y cuenta con el respaldo de cinco fuerzas que resultaron decisivas en la caída del presidente Manuel Zelaya: tres de las cinco empresas multimedia, la Iglesia, dos de las tres cámaras empresarias de Honduras, la jefatura de la Base Militar de Soto Cano y las multinacionales de medicamentos que controlan el 82% de ese mercado.
La expresión argumental de este estado de cosas la dieron los propios jefes contendientes cuando aceptaron la mediación del premio Nobel y presidente de Costa Rica, Oscar Arias. Eso si, asegurando cada uno por su lado que ninguno cedería en nada. Esto se traduce como que Zelaya sigue afuera y el golpe sigue adentro.
El gobierno de Estados Unidos, por mucho que quisiera, no apoya este golpe. Simplemente no lo controla ni le sirve en su objetivo latinoamericano actual. Tal actitud no le resta nada a su naturaleza de Nación opresora, y sólo agrega puntos al pragmatismo de su condición imperialista.
Esta vez prefirió apostar a la búsqueda de una entente lo más cordialle que se pueda con los nuevos actores del continente: UNASUR, ALBA, PetroCaribe, Brasil desafiando al G8 y otros de viejo esquema como el G-Río. Eso fue lo que le dijo Trinidad&Tobago durante la V Cumbre de las Américas.
Sus manos están demasiado ocupadas en la incontrolable recesión internacional, la nueva ofensiva militar contra un Talibán que parece inexpugnable, la necesidad de una salida ordenada de Irak, el desafío coreano-iraní y la urgencia de una Rusia fuerte que le ayude a controlar la siempre díscola Eurasia. No son los únicos factores de riesgo, pero si mayores al de un gobierno amigo de Chávez en la pequeña Honduras.
Entre las cosas que aprendió el sistema imperialista en sus primeros 100 años de actuación sobre el mundo fue a retroceder para avanzar.
En contradicción con lo previsto, la crisis hondureña se hizo latinoamericana desde el primer día. En ese punto comienza la perentoria necesidad estadounidense de darle una salida a su favor, así sea sacrificando relaciones con varios (o muchos) de sus amigotes hondureños. No es la primera que vemos esto en la historia contemporánea. Es una cuestión de cálculo, de interés geopolítico, que para los imperios siempre vale más que cualquier amigo.
De este mapa de ilaciones complejas nacen los indicios que conducen a las posibles respuestas a la pregunta a dónde va Honduras.
La más peligrosa de las salidas en curso es la que solicita una intervención de EE.UU. en Honduras. Este llamado tiene base social en una parte de los seguidores de clase media de Zelaya, como se puede verificar en pancartas que piden esto en las marchas, algo que recuerda a la Panamá de 1989.
Este equívoco sentimiento alimenta el objetivo de Washington y de varios gobiernos de la OEA. Reinstalar a Zelaya en el Gobierno mediante un pacto controlado por EE.UU. con el gobierno de Micheletti. Establecer una transición hasta la culminación del mandato presidencial en diciembre de 2009. A ello abonan la reunión con Hilary Clinton y las declaraciones de tres jefes empresarios el día 6, y la dicha por la Corte Suprema el día 8 de julio anunciado que el Congreso podría concederle una amnistía al Presidente depuesto.
Si esto ocurre, aunque Manuel Zelaya se vuelva a sentar en Tegucigalpa, sería un desempate, pero a favor de Estados Unidos.
La otra salida alentada por la mayoría de los gobiernos del ALBA, PetroCaribe y UNASUR, apuesta a la diplomacia autónoma, la presión civil y la división de las FFAA. Desde el 4 de julio comenzó a quedarse en el camino: la OEA y Washington pasaron a ser el escenario de resolución.
Sólo queda una imponderable. ¿Hasta dónde podrán llegar los movimientos sociales con sus acciones masivas? ¿Lograrán imponer una nueva relación de fuerzas que descalabre el empate, paralice al Ejército, derrote al gobierno y devuelva a Zelaya sin el condicionamiento de Estados Unidos?