México es un país en proceso continuo de construcción, con los avances y los retrocesos propios del proceso mismo. La historia está marcada por la lucha permanente por encontrar formas idóneas de organización de la sociedad y del estado, que busca alcanzar niveles satisfactorios para el correcto desempeño como nación. En este proceso, como en el cuento de nunca acabar, lo que hoy resulta un gran logro dinamizador, en breve se convierte en lastre para un nuevo avance. La materia política electoral, que es elemento sustantivo de la conformación del estado, es una de las más claras expresiones de tal proceso que, obligadamente, se debe corregir cada tres años, al término de cada experiencia electoral. Así, por ejemplo, el sistema de partidos diseñado para dar cabida a la presión social que reclamaba espacios de participación, hasta entonces cerrados por la vigencia del régimen de partido hegemónico, casi único, fue exitoso en cuanto logró que 1997 el PRI perdiera la tradicional mayoría en la cámara de diputados y que en el 2000 perdiera la presidencia de la república. Se generó la competencia electoral y muy pronto encontró nuevos factores de distorsión que, en grado importante, anulan los beneficios alcanzados y obligan a una nueva corrección.
Ya en artículo anterior critiqué el sistema de conformación del poder legislativo y me aventuré a proponer la eliminación del sistema de elección de diputados individuales por distrito, para crear un sistema de representación totalmente proporcional mediante listas propuestas por los partidos. Entonces advertí que tal medida no tendría utilidad, ni sería aceptada por la sociedad, en tanto prevalezca el actual sistema de partidos que, más que instrumentos de movilización social, se han convertido en estancos monopólicos del quehacer político. En 1996 era necesario forzar la construcción de partidos fuertes que pudieran competir contra el hegemónico PRI; para ello se adoptaron disposiciones que evitaran la dispersión del voto en un gran número de pequeños partidos, mediante la imposición de altos requisitos a la creación de nuevos partidos. Colateralmente, se diseñó el esquema de financiamiento público a los pocos partidos autorizados. Las disposiciones adoptadas tuvieron éxito y se generó la competencia electoral y se hizo factible la alternancia. Satisfecho el objetivo original, se produjeron nuevas condiciones para la participación política y muy pronto hicieron obsoleto el diseño adoptado. La excesiva protección a los partidos grandes y su financiamiento público, devinieron en burocratización y aislamiento; la lucha de las ideas degeneró en la lucha por los recursos y los empleos; el clientelismo tomó carta de naturalización al interior de los partidos. Todos ellos registran presiones hacia el rompimiento, las que se ven detenidas solamente por la atadura de las prerrogativas económicas. Con mayor frecuencia se acude a la instancia de Tribunal Electoral de la Federación para dirimir conflictos internos de los partidos, lo que no deja de ser una inconsecuencia.
Hoy se hace necesario abrir el régimen de partidos para dar espacio a la organización de los muchos que no hallan cabida en los actuales, sea por razones de diferencias ideológicas o por acaparamiento de posiciones por las burocracias partidarias. Habrá que corregir el sistema de financiamiento, no sólo por su desmesurado costo para el erario, sino para la salud de la actividad política. (Por cierto que el riesgo de que, por la necesidad financiera, se registre la intromisión de dinero privado y de dinero sucio, existe con o sin financiamiento público; la forma de combatirlo tendrá que corresponder a la ley y a su correcta aplicación). El erario no tiene por que asumir el gasto corriente de los partidos; mucho menos pagar los salarios de su burocracia política, si acaso, podrá apoyarse el gasto del personal administrativo mínimo. Ya se dio un paso en materia de gasto en propaganda de medios que, si bien insuficiente, ha permitido un cierto grado de equidad. Los partidos, cuya vigencia está determinada por los inciertos resultados electorales, no debieran disponer de activos fijos financiados con recursos públicos. El financiamiento a las campañas electorales tendría que eliminar el gasto en la inútil propaganda visual (pendones, espectaculares y demás) así como prohibir el de las promociones utilitarias (llaveros, encendedores, etc.) y las dádivas para la compra de votos. Se hace necesario afilar el lápiz para establecer efectivos controles de gasto de campaña y ejercerlos con rigor.
Anoto aquí que, con el mismo sentido de eliminar las inequidades financieras entre las fuerzas políticas, las penalizaciones por infracción a las normas no debieran ser de orden económico sino aplicarse a puntos porcentuales del total de votos recibidos. La más elevada sanción económica no será capaz de frenar el afán tramposo de los malandrines si por tal medio aseguran un triunfo electoral; se supone que un partido rebasa los topes de gasto para obtener un mayor número de votos, en consecuencia la pena por tal infracción debiera ser tal que, por lo menos, anule la ganancia obtenida.
Para terminar, advierto que el financiamiento público a los partidos sólo debe atender a que no se cumpla el aforismo aquel de Carlos Hank, el que reza que un político pobre es un pobre político. El sistema no tendría que resolver el problema haciendo ricos a los políticos, sino abaratando el costo del ejercicio de la política y dar cabida a los grandes políticos pobres.
Correo electrónico: gerdez999@yahoo.com.mx