El llanto de Haití

Esta vez no hubo ola ni vendaval que se sintiera a lo lejos, sino el crujir de la tierra seca que se desgarraba por dentro. Así descuartizado, el suelo de Haití se zarandeó deprisa para estremecer con la muerte al pueblo sufrido, al pueblo olvidado y saqueado por las civilizaciones europeas, que esterilizaron por siempre los sueños de generaciones enteras, condenándolas a desandar entre el hambre y la miseria. Son casi doscientos años de sufrimiento, de agonía, donde la única fuerza que queda es soplar el viento para espantar la pobreza que se acuesta y se despierta bostezando.

Esa es la situación de Haití, otrora perla del Caribe. La sal del tiempo le carcomió la esperanza para sumirla en la tristeza y el abandono de la noche oscura y de la eterna amargura. Esa aflicción no es de rabia sino de desesperanza porque el futuro es la muerte, sin ni siquiera haber llegado al presente ni a la vida. Luego del terremoto del pasado martes doce de enero, día de cabañuelas funestas, quedó al descubierto la realidad oculta, vergonzosa y de rostros anclados que fijan la retina con fuerza para que no se les descuelgue en los parpados de los ojos.

La solidaridad manifiesta y excelsa que llega o que va de todas partes es una de las expresiones más profundas del ser humano y del comportamiento de las sociedades que parecen empujadas a vencer el odio que les siembran los sistemas de explotación. Al momento de escribir estas reflexiones se contaban por millones de toneladas de alimentos, de medicinas y otros enseres que llegaban a las tierras arrasadas; pero también se oían voces secas y sin fuerzas de grito diciendo que la ayuda no tenía replicas y hasta tres días después del terremoto, ni un pedazo de pan había llegado a su boca. Ojalá que muchos de estos alimentos, medicinas y enseres no aparezcan por allí en tiendas improvisadas de los desalmados escuálidos capitalistas, quienes a la hora de la muerte negocian hasta los quejidos del espíritu.

En muchas ocasiones, la usura surge como un fantasma y en medio del dolor muchas de las donaciones aparecen con precios remarcados, así como lo están haciendo en el Táchira y en toda Venezuela los comerciantes ladrones y estafadores, a quienes no les importa para nada las necesidades de la gente. En vida te apuñalan el alma hasta verte sangrar y pedir clemencia y quieren verte arrastrándote tras las migajas que ellos van dejando.

El llanto que hoy se escucha en Haití debe servir para acabar con la hipocresía. Los pueblos y su gente necesitan ser atendidos en vida y no en la muerte. No hay que esperar ver la muerte en los ojos de tu hermano, de tu vecino, de tu amigo para tenderle la mano. Hay que hacerlo siempre, porque si de verdad eres solidario, debes actuar desde el alba hasta el crepúsculo, inclusive en la noche más oscura. Son muchos los pueblos de América Latina que viven bajo el frío de la pobreza, que pasan hambre, donde los niños y niñas mueren sin tiempo para saborear el pan de la vida. De esos pueblos nadie se acuerda y cuando se acude es para invadirlos, saquearlos y enterrarlos.

La solidaridad no debe ser de un día, sino que debe ser una conducta consolidada del ser humano. El llanto de Haití no es para secarle las lágrimas, ni para enterrar a los muertos, sino para aprender la lección y evitar que otros pueblos sean saqueados y condenados al infierno, tal como hicieron los malditos imperios con Haití.

Politólogo

eduardojm51@yahoo.es


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Eduardo Marapacuto*


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