En tal sentido el venezolano de hoy, en radical contraste con el de
hace 40, 50 o tal vez si hasta con el de 70 o más años atrás, es
un individuo que vive bajo el permanente acoso de situaciones tan nefastas
e indeseables, tan hostiles y desagradables, que su vida se ha convertido
en una arriesgada aventura, en una terrible odisea plagada de toda clase
de acechanzas, peligros y tribulaciones. O para decirlo de una manera
mucho más concisa y elocuente: en una espantosa pesadilla. De tal suerte
que de personas confiadas y optimistas que antes era, de persona que
incluso se permitía la extravagancia de soñar, de concebir un futuro
risueño esplendoroso, cargado de conquistas y realizaciones tanto para
él como para su familia, ha pasado a ser, en virtud de una miríada
de calamidades, de situaciones singularmente amargas e insoportables,
unos de los seres más desesperanzados y angustiados del planeta y sus
alrededores.
Por consiguiente, si a mí me preguntaran cuál es el elemento
que mejor define la vida venezolana en los actuales momentos, yo sin
vacilar diría que el miedo.
Porque aquí se tiene miedo hasta de ir
al supermercado por temor a que el dinero que llevemos no nos alcance
para efectuar la compra; miedo de acudir a las librerías para adquirir
los textos de los hijos por la misma razón; se tiene miedo de salir
a la calle por temor a perder la vida a manos de hampa, pero también
lo tenemos de permanecer en la casa porque allí el riesgo es el mismo;
se tiene miedo al futuro y también al presente; miedo a las enfermedades;
al hospital, al Seguro Social y a las clínicas; miedo al baño, temor
a que el agua se vaya y nos quedemos enjabonados; miedo al policía;
miedo al especulador y miedo al mecánico.
Todos estos peligros nos mantienen en permanente zozobra y nos infunden un pánico terror. Pero también nos causa un miedo mortal y tenebroso la administración de justicia y la liberación de precios; la congelación de sueldos y salarios y el aumento de éstos; miedo a perder el empleo, miedo a los constantes aumentos de la gasolina, de las tarifas de la electricidad, a las continuas devaluaciones de la moneda, miedo a las drogas; miedo de regresar y no encontrar el vehículo en el lugar donde lo dejamos estacionado; o encontrarlo, si se tiene suerte, completamente desvalijado. En fin, un miedo universal, cerval, colectivo y totalizante. Miedo a todo, de todo y por todo. Miedo, incluso, a vivir en el país, donde hacerlo se convierte cada día en un reto más propio para Hércules, cíclopes o super- hombres, que para simples e indefensos mortales. Y no es retórica ni metáforas, sino la más concreta y contundente realidad, Porque ¿cómo se puede vivir aunque sólo sea un solo día sin agua? ¿Cómo soportar las ridículas excusas de los gobernantes ante la multitudinaria y avasallante cantidad de problemas no resueltos, sin sufrir un fulminante ataque al corazón o, en el mejor de los casos, sin que la úlcera péptica se nos alborote y nos perfore las ya maltratadas vísceras? No se puede.
Pero
las mencionadas y odiadas situaciones ¿acaso son las únicas que atentan
contra la tranquilidad y la salud mental y física de los ciudadanos?
Claro que no, porque en eso de hacernos la vida imposible, en hacer
de nosotros unos seres amargados y neuróticos, existe un agente pestilente
a azufre y salido quién sabe de qué infernales abismos terráqueos,
que se ha empeñado en convertirse, después de la privatización y
como si lo que hemos señalado fuera poco, en el terror de una parte
importante de la población. Me refiero a la CANTV. Y no porque uno
llame a Roberto y le conteste Tito. Ni tampoco porque tratemos de comunicarnos
con alguien en los Haticos y nos conteste un señor en Cabimas o en
Lagunillas. Ni porque en medio de una conversación se mezclen otras
que nos obligan a interrumpir la nuestra. Ni porque el teléfono sufra
una avería y la reparen en notiembre. Ni por los ruidos, pitos
y charangas. Ni por la falta de tono. No, no es tanto por estas cosas
que la CANTV debe ser clausurada. Porque al fin y al cabo uno entiende
que estamos en un país borgiano, donde la lógica y el buen
sentido carecen de idem, esto es, de sentido. Pero por lo que sí debería
ser sancionada esa empresa, incluso penalmente, es por el cobro compulsivo
de llamadas nacionales e internacionales que no se han efectuado. En
relación con esto, yo conozco por lo menos cinco familias que por llamadas
falsas al exterior, perdieron sus teléfonos. Sé también de otras
que tuvieron que empeñar sus casas y vender sus carros, para no verse
privadas de un servicio tan esencial como es el telefónico. Conozco
asimismo el caso de un peruano, también vecino, a quien un gordito,
blanco, de 1,65 a 1,70 de alto y que maneja una camioneta pick up de
color blanco, le quitó 200 dólares por un teléfono y todavía lo
está esperando. Debo agregar que este individuo ha hecho macuare en
el sector al cual mi teléfono, 83001, tiene la desgracia de pertenecer.
Previendo esto, y por aquello de las barbas en remojo, en 1989 le envié
a la CANTV y a través del gerente de la zona, una carta en la que le
decía que en vista de los fraudes que se estaban cometiendo con las
llamadas fantasmas al exterior, lo cual exponía a las personas a perder
sus teléfonos, yo le agradecía que tomara las providencias técnicas
del caso para que desde el mío no se pudieran hacer este tipo de llamadas.
Los recibos que me están llegando con llamadas al exterior, EE.UU.,
España, etc-, demuestra que mi solicitud no fue tomada en cuenta.
Señores de la CANTV, pueden disponer de mi teléfono porque esos recibos yo no los voy a pagar.. No quiero convertirme en cómplice de semejante estafa.
Nota del Autor.
En vista de que la oposición
habla de la inseguridad como si en Venezuela jamás la hubiéramos padecido,
como si lo que actualmente existe en materia de inseguridad no hubiera
sido heredado, producto de una profunda descomposición de nuestra sociedad
en general, creemos conveniente dar de nuevo a conocer un artículo
publicado en Panorama del día 21-4-92., que demuestra todo lo contrario.
Que demuestra que la vida en Maracaibo se había convertido en una arriesgada
aventura plagada de toda clase de peligros y amenazas. Tal fue el impacto
que ese artículo causo en Maracaibo, que hasta el fugitivo Manuel Rosales
trató de comunicarse conmigo, cosa a la que, desde luego, me negué