La sangre comenzó a ser el gran emblema de los medios de comunicación desde el 10 de diciembre de 2001, y se explotó al máximo los días previos al golpe de Estado del 11-A:
- sangre con el primer café,
- sangre al mediodía con la sopa y el seco,
- sangre de sobremesa y en la merienda,
- y sangre en la noche con las cotufas y los helados.
- Sangre en grumo, sangre ocre, sangre salistrosa o azulenca.
- Sangre sobre ojos entornados, sobre cabelleras lustrosas y camisas bien blancas.
Esta fue la técnica mediática que le aplicaron a Manuel Antonio Noriega y con lo que acabaron convirtiéndolo en un monstruo.
Lo mismo trataba de hacerse con Chávez aquellos días y casi lo logran.
El supranaturalismo de la imagen que mostraba a los heridos en la solemne evaporación de su vida, del ser aún convulso que es arrastrado por un tumulto y que lleva una bala en el cuerpo.
La bruja Adriana Azzi, la más cotizada de RCTV anunciaba en sus programas que en Venezuela habría ríos de sangre.
Pero quien llevaba la voz cantante en esto de embadurnar de sangre al país era Napoleón Bravo; este servil de Cisneros gozaba con estas imágenes llenas de histeria y de pústulas, concentrada sobre los heridos.
Cómo se pavoneaba Napoleón regodeándose, complaciéndose, cebándose en esa pasta lustrosa y escandalosa derramada el 11 de abril, mostrando armas que escupían fuego confundido el dolor con el ulular de rabia entre desenfrenos aún enmascarados.
Esa es ahora la consigna para que no se pierda el ánimo opositor fracasado por el Golpe. Parecieran gritar: “¡No bajéis la guardia, que aún quedan toneles de sangre e histeria charlatana por procesar en los programas de televisión!”
¡Hay que ver cuánto daño hace la sangre mezclada con la histeria charlatana!
Uno de los artífices del uso de la sangre para debilitar el gobierno y convertir a Chávez en un monstruo fue Alberto Federico Ravell, quien tomó cursos en programas dirigidos por la CIA, sobre terror mediante los medios.
Lo que más importa (dejado por la tormenta) es el reguero rojo y bendito de ese líquido milagroso al que hay que sacarle el mayor provecho posible desde los medios.
Congelar la imagen sobre los coágulos esponjosos, elevar al máximo su horror y hacerlo crudamente, repugnantemente. Regusto nauseabundo, pero válido, para eso fue creada la democracia establecida y aceptada por Estados Unidos y Europa, porque de otro modo primaria la censura de prensa; aún persiste la guerra, todavía reverbera el placer por acrecentar los enfrentamientos.
La única reflexión que admiten la clase de los tipos como Napoleón Bravo y Alberto Federico Ravel es la de los metales, es decir que les choque la luz y ésta rebote para el carajo.
El propósito entonces era hacerle sentir al gobierno el horror de Lady Macbeth ante la sangre del rey asesinado:
Todavía hay aquí una mancha... Fuera mancha maldita. ¡Siempre el hedor de la sangre!... Todas las esencias de la Arabia no desinfectarían esta pequeña mano mía...
Imbuido en el arte y en el placer de lo bajuno, sucio y tétrico que procura retener la hondura de la llaga del enfrentamiento; el espeso río oscuro de la bilis, el odio demencial y la ceguera maldiciente de estos quincalleros de vísceras y borrascas.
Lo que quedó de la Huelga Indefinida, del tropel de los espantos militares en pantalla y del reverberar de las tensiones que explotaron en Chuao, fue la sangre.
Aterrar, aterrar y aterrar, hurgando en esa demencia púrpura, metiéndosela cada segundo a ese proclive idiota al que se le puede volverse a sacar de su casa para que vaya al frente de otra marcha, mientras que los que confeccionan la putrefacción de estas imágenes gozan desde sus poltronas viendo los cuerpos retorcerse, viendo arquearse a cualquier pobre diablo por un tiro “inocente”.
Había que hacerlos marchar una y mil veces para que las calles recobraran el bello color púrpura de las manchas sanguinolentas y las pantallas de las casas se saturen de nuevo del horror, de la angustia y del pánico.
Secuestrar los cadáveres, usar a los muertos una y mil veces para que no decaiga la ebriedad de la venganza; llamar a los familiares de estas víctimas y penetrar en ellos el punzón de la fobia encarnizada para que los redentores de los asesinatos sepan que no habían quedado desamparados.
Empapar en esa sangre que aún reverberaba en el nimbo enmarañado de las úlceras por venir. ¿Qué serían de un Napoleón Bravo y Alberto Federico Ravell sin aquellas rutilantes úlceras en carne viva, sin aquellas camisas cruzadas por la metralla y sin aquella sangre serosa, sin aquel vaho pavoroso de las lágrimas que aquella sangre todavía era capaz de hacer derramar?
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