En un principio no importaba nada, fui un(a) niño(a) como cualquier otro(a), recuerdo mi hogar cálido, alegre, siempre fui muy feliz. Mi padre un hombre humilde muy trabajador, de sólidos principios era quien sostenía nuestro hogar; eran aquellos tiempos en los que la madre se dedicaba de lleno al hogar y a los hijos, porque no era bien visto que estuviera en la calle trabajando. (Sociedad machista).
Así fuimos, de humildad económica y social pero de dignidad a toda prueba, donde lo verdaderamente importante eran los principios y los valores humanos y no los materiales. Mi padre y mi madre se sacrificaron toda su vida para que a sus hijos no nos faltara nada dentro de sus posibilidades. Con muchos esfuerzos y sacrificios extremos, nos dieron educación, ropa, comida, etc. Nunca olvidaré cuando nos decían a mis hermanos y a mí, que teníamos que sentirnos orgullosos de lo que éramos y de cómo éramos; que en estas tierras todos proveníamos de la mezcla perfecta: del blanco, del negro, del indio, del mulato, del zambo, del mestizo, y les juro que me sentí orgulloso de eso. Eran mis padres los que me lo decían. No podía haber duda. Era un orgullo ser quien era y como era. Yo era como ellos y como mis abuelos –sus padres-.
Fueron pasando los años y no sé, no sé que fue sucediendo, progresivamente fui cambiando, no era el mismo.
Desde toda mi vida me miro en el espejo cada mañana y lo de antes, no era lo de después, ni es lo de ahora. No pienso lo mismo. No pienso lo de antes, lo que decían mis padres, no lo siento así.
Mirándome al espejo fui descubriendo que yo también tenía algunos derechos. Derechos que otros tenían y yo no.
Mirándome al espejo me di cuenta, de que otros tenían la piel mas clara que la mía y eso cambiaba las cosas. Eso era indicativo de algo y diferenciaba mucho, no solo en los social sino también en lo económico y en consecuencia me sentí mal.
Mirándome al espejo descubrí el racismo, pero el racismo hacía mi, no hacia quien era mas blanco que yo que era -casualmente- quien tenía mejor posición económica.
Mirándome al espejo me di cuenta, del porque de los desaires y burlas en muchos casos de estos diferentes a mi. Me percate de que esa cara reflejada en ese vidrio, aun siendo la mía, me lastimaba porque marcaba la diferencia, porque ubicaba a algunos por encima de mi, lugar donde sentía que tenía el derecho de estar, donde quería estar.
Mirándome al espejo y luego en los ojos de mi hijo(a), me di cuenta de que mi pelo ondulado, crespo o afro, oscuro y rígido se heredaba. Me di cuenta de que mis facciones, rasgos aborígenes y mediana estatura indígena se transmitía no solo de padre a hijo(a), sino entre mis amigos y yo, entre mis vecinos y yo, entre todos.
Mirándome al espejo me di cuenta que eso no me importaba, que eso no podía impedirme ser como “aquellos”, que yo también merecía ser como ellos, que mis hijos no eran menos que los suyos aunque tuvieran mi maldita genética; genética que los hacía distintos a los ojos de los que podían y tenían mas que yo –que nosotros-.
Mirándome al espejo reconocí que si, que yo era distinto. Lamentablemente.
Mirándome a ese maldito espejo día tras día aprendí a ser libre. Libre para traicionar los principios y valores que mis padres me habían enseñado. No importa.
Mirándome al espejo supe que la meta era una sola, llegar a ser diferente a mi mismo.
Ese maldito espejo me cambió, pero no es mi culpa, yo no pedí este color de piel, este cabello, esta estatura, esta historia, ese hijo(a) así; ni siquiera he comprado espejos.
Yo solo quería saber lo que se sentía ser igual, lo que es sentirse igual, vestir igual, tener lo mismo, en fin, pensar igual para poder ser como ellos. Como los que no son locos. Los blancos que meriendan galletitas con mermelada. .
¿Y saben que?
Mirándome al espejo descubrí que lo logré. Ya no soy aquel, ahora soy igual que ellos .
Por eso, Capriles presidente.
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