Había que bajar y subir todos los santos días; para salir al otro lado, donde quedaba la curva del otro camino que llevaba al campo santo de la comunera ciudad, donde sus habitantes un día decidieron que era posible construir un puente que evitara lo que de vez en cuando acontecía por aquel empinado camino donde mas de un ataúd rodó dando botes hasta caer sobre las aguas de la quebrada San Francisco, como queriendo decir: “el occiso habría querido morir ahogado”
El camino alinderaba con la casa del abuelo, quien siempre decía:-“ya lo ven, ese que llevan ahí era un bravucón, por eso a los muertos no se les debe tener miedo alguno, al contrario, de quienes debemos cuidarnos es de los vivos, por qué uno no sabe cuando un maluco de esos se sale con las suyas”.
La casa del abuelo era de paredes de piso, de sesenta centímetros de ancho, techo de caña brava y teja, su puerta de madera daba a la calle con dos ojos de aguja por donde entraba la luz del sol o de la luna llena según fuese el caso.
Calle abajo esquina de los peseros el botalón de sacrificio de ganado, y hacia arriba central hidroeléctrica desde donde distribuían servicio a la bucólica ciudad de cuatro plazas, cuatro calles y doce carreras.
Camino de los muertos, paso obligado de todos los cadáveres que iban a su nueva mora, era un camino de hormigas, difuntos cargados sobre hombres de acompañantes, a veces sus cargadores resbalaban y el cajón junto al cadáver iban a parar sobre las aguas de la pequeña quebrada, de allí los gritos y malas palabras que interrumpías ave marías y rezos que el cura del pueblo y beatas entonaban a unisonó, como canticos de ángeles desafinados.
Un día los citadinos hicieron solicitud expresa al gobernante mayor, de la necesidad de un puente sobre el callejón San Francisco, cicatriz dejada sobre la faz de la tierra aquel 30 de febrero de 1610 cuando el firmamento se convirtió en olas torcidas que fueron derribando la incipiente ciudad que en tan solo 34 años había sido levantada sobre el valle de los Humogrias, etnia originaria echada de allí por los invasores ocupantes.
Dícese que el nombre de San Francisco con que fue bautizada aquel callejón y por mampuesto con el pasar de los años el susodicho puente, a debido ser en reconocimiento a Fray Francisco, quien hizo saber a su feligresía que había soñado o visto con sus propios ojos como un ángel del cielo había esculpido el rostro ingenuo y melancólico de aquella pieza traída seguramente de la escuela quiteña o tal vez de la propia España, y que a la postre vino a convertirse en “El Señor de la Misericordia” , como fuera llamado por siglos; hasta aquel 6 de agosto de 1896 en que la bella imagen que hoy conocemos como “El Santo Cristo de los Milagros de La Grita”, fue trasladada desde la capilla de El Llano de La cruz, hasta la Iglesia del Espíritu Santo por el filántropo sacerdote Jesús Manuel Jáuregui Moreno.
Lo del camino de los Muertos, es un pretexto para narra la fabulada del día de la ciudad, que fue tomada caprichosamente por el gobierno de turno en 1976 con motivo de los 400 años de la ocupación de El valle de los Humogrias por los invasores, ya que la crónica informa que el asentamiento de las primeras cuadriculas de la ciudad concebida por el invasor se hizo la madrugada del día de Lázaro de 1576. Y ello corresponde al mes de marzo.