Uno de los argumentos predilectos del discurso neoliberal hegemonizante en “propiedad intelectual” tiene como centro la asociación directa y mágica de las patentes de invención, la innovación y el progreso humano, originado en el avance de la ciencia y la tecnología. En esta línea de pensamiento, las leyes de patentes adoptan el importante rol de conferir “derechos de propiedad” a sus titulares.
Como es sabido, el “derecho de propiedad” sobre las ideas proviene de la constitución francesa y ha sido formulada en su ley de patentes de 1791: “cada idea nueva cuya realización y desarrollo puede llegar a ser de utilidad a la sociedad pertenece en primer lugar a la persona que la concibió, y sería una violación de sus derechos esenciales si una invención industrial no fuera mirada como la propiedad de su creador”. Las patentes entonces no crean un derecho sino que solo reconocen un derecho producto del acto humano de creación.
Esta argumentación que caracteriza a las invenciones como “propiedad privada” fue asimilada por la ley de patentes norteamericana y de gran parte de los países europeos, e incorporada por el primer tratado internacional en materia de propiedad industrial llamado “Convenio de París”, que establece: “El derecho de los inventores y de los creadores industriales a su propio trabajo o el derecho de los fabricantes o empresarios sobre sus marcas es un derecho de propiedad. La ley dictada en cada nación no crea estos derechos, sino sólo los regula”.
Pero recordemos que en algún momento de su historia algunos países no han aceptado esta doctrina; así se ha plasmado por ejemplo en la ley austriaca de patentes de 1810 que establece en sentido opuesto: “los inventores no tienen derecho de propiedad alguno sobre su invención, ni derecho a patentes: solo tienen derecho natural a imitar las ideas de un inventor”. Los inventores solo pueden tener posesión de sus ideas hasta el momento que las comunican a otros.
La categoría de derechos asociados a la “propiedad de las ideas” está íntimamente vinculada con el mecanismo de apropiación privada y posterior monopolización del conocimiento socialmente construido (creador de riqueza), e incorporado al proceso productivo como capital fijo en la ecuación de cantidad total de trabajo necesaria para la elaboración de un bien; el conocimiento se incorpora a este proceso bajo la forma de tecnología.
Los defensores de la llamada “economía competitiva” plantean como positiva la existencia de monopolios productivos que usufructúan la innovación patentada, en oposición a los monopolios improductivos, resultado de la concentración de ganancias cuando el mercado de un país es demasiado pequeño y no permite la proliferación de competidores. Sin embargo en ambos casos, la consecuencia es el racionamiento en la cantidad de bienes producidos y la fijación de precios elevados.
Sucede que, en el paradigma del capitalismo corporativo (actual fase de su evolución), la creación de valor persigue el objetivo de acumular capital aceleradamente. La “propiedad intelectual” en todas sus disciplinas, contribuye a esta acumulación y es particularmente defendida por aquellos Estados que implementan políticas de corte neo-colonial y por quienes, en nuestra región, han caído (siendo bondadosos) en el síndrome de Estocolmo: idolatran a sus captores hasta asimilar sus ideas, o (siendo realistas) fueron cooptados y ahora son empleados de los organismos internacionales.
Para mantener este estatus, la doctrina debe difundirse desde órganos de aparente autoridad y reconocimiento: centros de tecnología e investigación, estudios de abogados, supuestos expertos en PI, embajadores de países “centrales”en Latinoamérica y El Caribe, oficinas de patentes trilaterales, organismos internacionales y regionales de propiedad intelectual.
El discurso neoliberal en las oficinas de propiedad industrial de la Región, es introducido de acuerdo a la doctrina emanada tanto por la Oficina Europea de Patentes (EPO) y la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI), controlada por US, junto al “valioso” aporte de la Oficina Española de Patentes y Marcas (OEPM) que hace las veces de representante de las oficinas latinas en la vieja y nueva Europa.
La realidad que ellos saben pero callan, es que los países importadores de tecnología no han visto -luego de varios años de asistencia y cooperación técnica- los beneficios de la aplicación del sistema de patentes que intentan mundializar estas instituciones: los datos generados en las mismas oficinas, compilados y distribuidos a los organismos internacionales indican que las solicitudes de patentes no crean demasiada innovación, pero si invaden (en cantidades apreciables) las oficinas de propiedad industrial.
Ocurre además que no todas las solicitudes son patentes (dada la poca altura inventiva o escasa información que las supuestas innovaciones poseen) y no todas las patentes son producto de la innovación (menos del 5 % de los inventos son realmente nuevos). Por otro lado, no todas las patentes se explotan en esta parte del globo (solo se presentan solicitudes para bloquear la creación futuros inventos nacionales) o se transfiere la tecnología (como mercancía a altos precios) que solo en parte describen.
Sin embargo este “mito sustentable” de la propiedad privada de las ideas y su aporte al progreso humano, es la ideología sobre la que opera OMPI (de igual forma que lo ha hecho en el pasado reciente el Fondo Monetario Internacional hundiendo las economías de los países en desarrollo, pero prometiendo soluciones salvadoras) y los centros de poder transnacionales, que permanece en el imaginario colectivo (conciencia traidora) de varios “confundidos” funcionarios latinoamericanos y caribeños.
La pregunta que surge a partir de esta descripción es: porqué los Estados de la Región no han reaccionado a estas realidades como si lo han hecho frente a las políticas económicas implementadas a partir del Consenso de Washington y que tantos males y sufrimientos le han causado a los pueblos de nuestra América?