De acuerdo a una información difundida en su página web el pasado 24 de septiembre, la OMPI firmó un acuerdo con una tal International Federation of Musicians, presidida por un británico llamado John Smith y con la FIA (Federación Internacional de Actores), presidido por una ciudadana nórdica llamada Agnete G. Haaland. Ambas organizaciones son instituciones privadas europeas que consiguieron la adhesión de organizaciones afines ubicadas en el tercer mundo, lo cual les otorga un barniz de representatividad internacional. Cabe acotar que la totalidad de la estructura dirigente de ambas organizaciones europeas está ocupada por europeos.
La OMPI dice que “La finalidad del acuerdo, firmado por el Director General de la OMPI, Sr. Francis Gurry, la Presidenta de la FIA, Sra. Agnete G. Haaland, y el Presidente de la FIM, Sr. John Smith, es mejorar la situación de los artistas intérpretes y ejecutantes de los países en desarrollo.”
Y casi finalizando la noticia, dice lo que realmente les importa: “Las negociaciones del tratado sobre la protección de las interpretaciones y ejecuciones audiovisuales se estancaron en diciembre de 2000 por falta de acuerdo acerca de la cuestión de la cesión de derechos del artista intérprete o ejecutante al productor. Desde entonces, la OMPI ha emprendido un extenso proceso de consultas internacionales para elaborar material informativo sobre las divergencias que subsisten entre todas las partes interesadas y favorecer el intercambio de información de la situación de este sector, lo que aumentará su comprensión. En las recientes consultas mantenidas con los Estados miembros se entabló un debate abierto sobre esta cuestión, que sigue siendo objeto de examen por parte de la Asamblea General de la OMPI.”
Razón por la cual el organismo, al servicio neto de las corporaciones, da como buena la “representatividad”, muy relativa y colonial, de una institución privada europea sobre los “artistas, intérpretes y ejecutantes” de los países “en desarrollo”.
Las discusiones sobre derechos de autor están trancadas desde hace tiempo y el organismo imperial necesita que se muevan para garantizar a los que les pagan, que son las corporaciones del entretenimiento, que sus intereses serán protegidos caiga quien caiga. Pero en el Sur la política ha cambiado y la correlación de fuerzas ya no es la misma, así que buscan cubrir ese hueco con un parche sacado de su propio ropero para decir que, a nombre de nosotros, para nuestro bien, nos ajustarán más la soga al cuello.
Todavía quedan ingenuos que creen que afiliándose al sindicato de los gatos, los ratones tienen alguna oportunidad de salvarse de los zarpazos, pero, al contrario, se prestan para que en nombre de “los artistas” los sirvientes de los patronos de la industria “cultural” busquen crear normas que permiten a las empresas (como siempre) reforzar el estado de cosas que ha permitido hasta ahora que los derechos humanos culturales hayan sido convertidas en mercancías para que terminen en manos empresariales como “activos intangibles” que les producen muchísimo dinero a cambio de la explotación del talento de quienes realmente crean.
En el capitalismo, la única manera de que la gente que crea expresiones culturales puede lograr que éstas sean conocidas por el público es, como dicen los manuales de economía política, “vendiendo su fuerza de trabajo a los dueños de los medios de producción”. En los tiempos terminales del imperialismo, cuando la especulación financiera, el mercadeo de lo intangible y la realidad virtual son fuentes de beneficios económicos fundamentales para las corporaciones, una obra deja al proletariado cultural (que en eso terminamos convirtiéndonos) un salario mínimo y único, mientras que con la tecnología de punta de que disponen, las corporaciones que explotan la cultura comercian con la misma obra a nivel mundial, sacándole una plusvalía ilimitada y restringiendo el acceso de la mayoría al disfrute de la misma obra, a nombre del autor, cuando éste ya recibió su pago, determinado por la empresa, y es ésta la que decide qué le paga y qué no le paga.
Se trata del más grande fraude de estos tiempos. Por medio de la creación de la matriz de opinión de que los “derechos de autor” son derechos de las autoras y los autores, y no un papel comercial que pertenece a las empresas, atacan inmisericordemente, criminalizan y reprimen al público que osa disfrutar del derecho cultural a participar de la cultura.
Tan bajo han caído que han incoado juicios penales y enviado a la cárcel a los genios que han creado programas que facilitan el intercambio y amplían la capacidad de compartir de los seres humanos más allá de las fronteras físicas de los países y de los idiomas. Es el caso del P2P y de cualquier tecnología de la información que se aparte de los intereses egoístas y usureros de los amos imperiales del mundo.
Ellos “necesitan”, para mantener el barniz de legalidad de sus rapiñas culturales, reforzar la legislación, ya de por sí restrictiva, incluyendo el entorno digital. A tal efecto, ya algunos países han cambiado sus leyes (incluso el Chile de Bachelet anda en eso), dejando cada vez más cerrada la insignificante brecha que son las “excepciones y limitaciones” de los “derechos de autor” porque, en la medida que la gente necesite más las obras, más van a cobrar ellos. Es la lógica del capitalismo. Es la lógica de la usura.
Las relaciones entre el Norte y el Sur están cambiando en la misma medida que los países del llamado tercer mundo se han venido organizando y unificando para hacer valer sus voces en el mundo. En estas circunstancias, se abre la posibilidad, no sólo de que se amplíe la grieta de las “excepciones y limitaciones” de los “derechos de autor”. Es posible abrir una buena tronera en esa gran represa, por la que comience a drenar el contenido y eventualmente se liberen las aguas de la cultura, regando los campos áridos de las comunidades del mundo, abriéndose a la filosofía del compartir, hoy pisoteada por la filosofía de los vampiros.
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