La guerra civil española aventó miles y miles de ciudadanos, partidarios o no del régimen republicano, los hubo en buen número, hasta franquistas, quienes arribaron a los únicos pueblos que les abrieron los brazos con su tradicional cordialidad, México y Venezuela. Durante el desarrollo de la II Guerra Mundial, así le llaman y así la miento, todos los desesperados y hambrientos de Europa siguieron la misma ruta que antes habían transitado los españoles. México y Venezuela, de nuevo fueron los puertos y pueblos donde se sintieron seguros y confiados de ser recibidos con afecto. Para usar parte de una frase de una canción de la caraqueña Conny Méndez, “Ya por el mundo se dice” que en Venezuela, desde que se arriba al puerto de La Guaira, uno es recibido hasta con alegría y ánimo de compartir lo mucho o poco que se tiene; aunque si decimos mucho estaríamos más cerca de la verdad. Además, “Ya por el mundo se dice”, que los venezolanos tienen en el petróleo, combustible que en buena medida financió la guerra mundial por la imposición de las “Siete Hermanas”, empresas petroleras de capital gringo y británico, sin beneficio sustancial, una palanca poderosa para impulsar parte del mundo; “el dinero corre por las calles y espera que alguien despierto y “ríspero” vaya a recogerlo”; eso se decía allá lejos, de donde se venían presurosos.
Pese la vieja tradición de la época colonial pero por culpa de la cultura de dominación, en el venezolano nacido en esta tierra, de padres cuyo origen se remontaba a los habitantes primigenios y los primeros hombres venidos de Europa, pese la prédica independentista de Simón Bolívar y cantos y odas de Andrés Bello acerca del valor y riqueza de la “Zona Tórrida”, las enseñanzas regadas por allí en papel de estraza de Simón Rodríguez, acerca del hacer, aprender y el trabajar, el venezolano no había crecido lo necesario para crear y construir como era debido en medio de aquella abundante riqueza que sólo esperaba que el hombre agregase su talento, constancia y sobre todo la disciplina del crear en quien creía toda estaba hecho. En buena medida era y, gran parte de nosotros todavía lo somos, como unos niños, sin dejar de reconocer, porque todo el mundo lo sabe, ahora hay bastante rapaces, por culpa de lo que suelen llamar el progreso. Pero tampoco era de extrañarse, estaba rodeado el venezolano en mayoría de una clase dominante que nunca trabajó sino que se conformó con recibir y administrar los beneficios de sus haciendas, derivados ellos del trabajo de sus esclavos y el látigo inclemente de sus capataces: donde el trabajo se impuso como un castigo y para producir riquezas que se acumularían en pocas manos. En el llano todavía, pese los rigores de la guerra, el ganado abundaba y solía estar alzado en la sabana para satisfacer las necesidades de quienes lo enlazasen; en la montaña y el pie de ella, los frutos se prodigaban con el mediano esfuerzo y se compartían con la generosidad derivada de las ancestrales culturas. En la costa oriental, el mar se excedía en generosidad y bastaba el menor esfuerzo para que una comunidad entera recibiese alimentos formados en su vientre en demasía, acompañado todo aquello con la misma cultura de las cosas son para quienes las necesiten. Y para completar aquel cuadro idílico, como Isla de Jauja “donde mana leche de las fuentes, los árboles dan buñuelos y las montañas son de queso”, y el oro, diamante y otros costosos minerales ni siquiera se esconden en la tierra, explotó el petróleo y ahora poseemos las reservas más grandes del mundo del hidrocarburo.
Nuestros próceres fundamentales, aquellos que pasaron el riguroso examen de la historia como Bolívar, Sucre, Miranda, Zamora y otros tantos en el bando militar y Bello y Robinson entre los intelectuales, se explayaron en amor y generosidad por la gente de todo el continente. Sus tareas estuvieron enfiladas en preocuparse por la gente toda y no sólo de la del pequeño espacio donde nacieron. Por eso, el llanero como dijo Gallegos, “es del tamaño del compromiso que se le presenta” y para los venezolanos en general en su espacio hay cabida para todos y “donde como uno comen tres” y “siempre habrá cobijo techo para todos”.
Ese espíritu hermoso lo captó García Márquez desde lejos; porque es lo más natural del mundo. Sabían en Europa del pueblo que cambiaba sus riquezas por baratijas, que le da su cama y comida al visitante; los cronistas europeos de la época independentista como Richard Vawel, también lo percibieron, entonces fue natural que aquí mismo, en la costa colombiana, un joven talentoso lo internalizase por los relatos de una señora amiga. Por ella creció “en la certidumbre mágica que Genoveva de Brabante y su hijo Desdichado se refugiaron en una cueva de Bello Monte*, que Cenicienta había perdido la zapatilla de cristal en una fiesta de gala en “El Paraíso”**, que la Bella Durmiente esperaba a su príncipe despertador a la sombra de “Los Caobos”*** y que Caperucita Roja había sido devorada por un lobo llamado “Juan Vicente Feroz”.****
Quien empezase a remontar la difícil cuesta del reconocimiento mundial en el campo de la literatura, aquí ganó con su obra fundamental “Cien Años de Soledad” el importante premio “Rómulo Gallegos”, lo que de alguna manera contribuyó a que posteriormente alcanzase el premio Nobel. Pero aquí vivió después de aquellos sueños expuestos anteriormente y “Feliz e indocumentado”, como titularon un libro suyo que contiene una serie de reportajes sobre el acontecer mundial y particularmente de su estadía en Caracas, como aquel donde dice “viendo la escasez de agua”, y pese ser un “ilegal”, en el lenguaje cotidiano de quienes gobiernan, sintió tanto la calidez y el afecto venezolanos, siendo apenas un periodista deseoso de trabajar y subsistir, que dijo de aquella estadía: “Me gusta su gente –se refiere a los caraqueños -, a la cual me siento muy parecido, me gustan sus mujeres tiernas y bravas, y me gusta su locura sin límites y sin sentido experimental de la vida”.
Pero no sólo se quedó en esas bellas cosas como “gente sin sentido experimental de la vida”, lo que no es más que lo mismo que hemos dicho para definir al venezolano, lo que es igual a lo dicho por un colombiano humilde ahora mismo en la frontera, “el venezolano sabe poco de esas marramuncias que en uno abundan, es como inocente”; el gran escritor de Colombia, nos pintó tal como somos, diciendo de Caracas y los caraqueños: “Era un refugio de expatriados y apátridas del mundo entero. Ellos me dejaron a Caracas sembrada para siempre en el corazón. Era difícil ser feliz pensando en Caracas, pero imposible no pensar en ella”.
¿Acaso no es por eso mismo dicho por el autor de la “Cándida Eréndira”, obra por cierto donde se habla de la miseria repartida por la oligarquía colombiana en su país, que más de cinco millones de colombianos, sin contar sus descendientes, se han venido a buscar paz, tranquilidad y derecho a vivir en libertad?
¿Qué importa que personajes como Alvaro Uribe Vélez, Santos y la oligarquía colombiana piensen? Son demasiado pequeños para tapar o hacer pasar desapercibido lo dicho por el colombiano más grande del siglo veinte y lo que va del veintiuno. El “Gabo” es faro enorme, como el sol y aquellas antorchas apagadas que se mueven en la sombra y el contubernio. Además, en materia de genocidio, asunto del cual los dos personajes, como al alimón han acusado al gobierno venezolano, quién en este mundo piensa, salvo que sea muy mala gente, que esos dos personajes tienen autoridad moral para tocar el tema. ¿Dónde se han encontrado fosas comunes por montones? ¿Dónde apareció aquel macabro invento de los falsos positivos? ¿Uribe y Santos no trabajaron juntos y en compinche? ¡Por favor, por lo menos sean sensatos!
*** Urbanizaciones y espacios caraqueños.
****Se refiere a Juan Vicente Gómez.