El escenario regional después de Dilma.

 

La destitución de Dilma Rousseff por el Senado más conservador desde 1964 (año del golpe de Estado contra João Goulart) cierra el ciclo progresista que se inició con la asunción de Luiz Inacio Lula da Silva el primero de enero de 2003. Siendo Brasil el país más importante de la región y el que marca tendencias, estamos ante una inflexión irreversible en el corto plazo, donde las derechas conservadores imponen su agenda.

El panorama regional sudamericano aparece claramente dominado por la alianza entre el capital financiero, Estados Unidos y las derechas locales, que muestran un dinamismo difícil de acotar a corto plazo. Hay que remontarse a principios de la década de 1990 para encontrar un momento similar, pautado por el triunfo del Consenso de Washington, el auge del neoliberalismo y el derrumbe del bloque socialista.

Sin embargo, sería equivocado pensar que estamos volviendo al pasado, por más que algunos analistas crean que se están perdiendo conquistas. La realidad indica que la región camina hacia adelante pero, en lo inmediato, lo que tenemos enfrente no es la sociedad igualitaria y justa con la que soñamos, sino un inminente choque de trenes entre los de arriba y los de abajo, y luchas entre clases, razas, géneros y generaciones. Hacia ese desenlace va la humanidad, y ese es el futuro a mediano plazo que se avizora en la región.

En rigor, este panorama ya se venía perfilando desde hace varios años, cuando aún gobernaban los progresistas, por la creciente alianza de hecho entre las clases medias (viejas y nuevas) y los más ricos, en gran medida por el triunfo de la cultura consumista, despolitizadora y conservadora que impulsaron esos mismos gobiernos. Pero lo que importa, mirando hacia adelante, es el mentado choque de trenes.

Una nueva derecha se ha impuesto en la región. Una derecha que no tiene escrúpulos legalistas, que no está dispuesta a respetar los modos de las democracias, que pretende arrasar los sistemas educativo y de salud tal como los conocimos. En Brasil la nueva derecha ha puesto en pie el movimiento Escola Sem Partido, que ataca la educación pública, vapulea el legado de Paulo Freire y pretende controlar estrictamente a los docentes.

Habrá que volver con más detalle sobre este movimiento, que promueve la disociación entre educar (responsabilidad de la familia y la Iglesia) e instruir (transmisión de conocimiento, que es la tarea de los profesores). Si los proyectos de ley que ingresaron al parlamento fueran aprobados, una porción de los docentes podría ser sancionada por adoctrinamiento ideológico, por hablar de la realidad del país, ya que en las aulas, pregonan, no debe existir la libertad de expresión. En esa realidad no sólo entra lo político, sino incluso la violencia contra las mujeres. Apenas una muestra de lo que viene.

Para comprender por dónde va la nueva derecha no hay que mirar atrás, o sea, el periodo de las dictaduras, sino a personajes como la primera ministra británica, Theresa May, quien asegura estar dispuesta a usar armas nucleares aunque le cuesten la vida a inocentes (The Guardian, 18/7/16). O como Hillary Clinton, que considera a Vladimir Putin el nuevo Hitler. No son declaraciones aisladas o fuera de contexto, es el estado de ánimo de las nuevas derechas, guerreristas, dispuestas a arrasar naciones enteras, como ya hicieron con media docena de países en Asia y Medio Oriente.

Para que haya choque de trenes tiene haber dos fuerzas antagónicas en disputa. Eso es lo que se viene perfilando en la región. Hemos recorrido las nuevas luchas estudiantiles y populares en Brasil (goo.gl/Bz9OBD), los movimientos que ganan protagonismo en Colombia (goo.gl/DfboIk) y las nuevas resistencias negras (goo.gl/GTQPzQ), entre otras.

A ellas deben sumarse la renovada fuerza del movimiento campesino en Paraguay; la resistencia al modelo soyero-minero en Argentina, y, en los últimos meses, al ajuste del gobierno de Macri; las importantes movilizaciones de las mujeres contra la violencia machista, como la realizada en Perú en agosto; la persistencia de los movimientos indígenas en Ecuador y Bolivia.

Se abren nuevas e imprevistas resistencias. En agosto hubo enormes movilizaciones en Chile, dos grandes marchas de más de un millón de personas contra el sistema privado de pensiones (Afp), y un cacerolazo, que anuncian el comienzo del fin de un sistema que fue la clave de la acumulación de capital en el régimen pospinochetista. Nueve de cada 10 jubilaciones son menores de 220 dólares, o sea, menos de 60 por ciento del salario mínimo, por lo que la población reclama el fin del sistema privado.

Lentamente se va abriendo paso entre los sectores populares la convicción de que la corrupción es sistémica, como el narco y los feminicidios, y que no importa si gobierna la derecha o la izquierda, porque las cosas seguirán más o menos igual. La prometida reforma educativa en Chile, que el Partido Comunista utilizó como argumento para abandonar la calle e ingresar al gobierno de Michelle Bachelet, se diluyó en las negociaciones con el empresariado y se sigue priorizando la enseñanza privada, como denuncia la nueva ofensiva estudiantil.

En esta etapa, el sistema no puede realizar reformas en favor de los pueblos, porque no tiene margen económico ni político. La economía funciona como una máquina que extrae, expropia y concentra los bienes comunes. La política se reduce a fuegos de artificio y deja paso, cada día con mayor evidencia, a la policía para dirimir los conflictos. La principal diferencia entre los colores que gobiernan es de velocidades en la aplicación de un modelo que no deja otra alternativa que la resistencia.

La destitución de Rousseff por un Senado infestado de corruptos podría ser la ocasión para reflexionar sobre la inconveniencia de seguir confiando en los mal llamados representantes, que están allí para devolver favores al capital, y apostar con mayor energía a la organización. Nadie lo hará por nosotros

 

 

 



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Raúl Zibechi


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