La expresión neocolonialismo alude
a un grado más sofisticado del colonialismo. Es una sutileza. Probablemente
implique un sentido de mayor "civilización" al comportar
una mayor consideración con las formas y usos legales por parte de
las potencias dominantes respecto de sus países dominados. Si
el criterio es que el derecho internacional predica respeto por la independencia
y soberanía de los pueblos, y lo exige, entonces las potencias adecuan
su comportamiento al criterio y ya: no se invade, no se apunta con un
arma, se retiran las tropas para dar impresión de libertad y hasta
podrían retirarse los colonos, de haberlos. Se acaba con el
colonialismo, con el estilo.
Pero entonces se recurre a la artimaña de quebrantar la legalidad soterradamente,
a través del chantaje económico y político, de la calificación y
la descalificación, de la inclusión o exclusión de los pequeños
países en temible listas apocalípticas, sin disparar un tiro, pues,
como manda el credo nuevo, utilizándose un flamante vocabulario de
control, como Guerra de Cuarta Generación, Terapia de Shock, secesión
teledirigida o lo que dé la impresión de que no se mete la mano directamente
en el caldo y no contraríe los superlativos estatutos civilizatorios
de organismos concebidos para monitorear su cumplimiento, como la OEA,
la ONU, Amnistía Internacional, Human Right What y otras tremebundas
organizaciones de carácter más específico, como la Sociedad Interamericana
de Prensa (SIP) o el Centro Carter, para no hablar tanto. Tal es el
llamado neocolonialismo, la nueva manera.
Y América Latina −salvo contados rincones− no parece haber “evolucionado”
hasta estadio tan encomiable del desarrollo humano, dado que las potencias
señoriales a su respecto no han considerado necesario, o ajustado al
derecho internacional, una mutación en sus prácticas para, por lo
menos, guardar las apariencias ante las organizaciones veedoras del
mundo. Están ahí, metidas hasta el tuétano sobre el continente. Como
en los viejos (y presentes) tiempos de la colonia, siguen ejerciendo
el dominio directo sobre sus patios, con presencia militar estratégicamente
ubicada sobre los cuatros vientos, con ocupaciones de islas o cercos
políticos y económicos a países que casi en nada se diferencian de
una confrontación guerrera. Como reza, pues, el concepto “colonialiamo”:
acción directa sobre el oprimido.
Contado es el gasto de un mayor esfuerzo neocolonialista, de accionar
indirecto (otra vez como reza el concepto), con cuido de las apariencias,
echando mano de la penetración controlada, del espionaje, el financiamiento
de grupos políticos internos, la generación de guerras locales entre
vecinos, el golpismo o magnicidio. Sería hasta deferencial que nos
considerasen neocolonias, incluso en un sentido semánticamente buslesco,
pero, como digo más adelante, ni eso. Venezuela, Cuba y quizás Brasil
sean los países más "evolucionados" en este sentido, siendo
lo demás monte y culebras, indio y baratija, espejo y oro, en ningún
momento significando escalas de mejoría o superioridad dignificante,
sino −todo lo contrario− avergonzantes. Porque es colonia o neocolonia
el mismo esputo del meador gringo.
Y tiene que ser cierto que el continente suramericano permanece sumergido
en unas tan deshonrosas aguas de la evolución humana, hasta el punto
que no se ve, no llega siquiera a colonia, porque no pareciera existir,
dado que nadie lo refiere desde el punto de vista de significativos
argumentos legales, regionales o internacionales, institucionales, ni
siquiera a través del rechazo a un abuso en su contra. Porque si existiera,
si fuera evidente, si un pedazo se asomara por allá con un trozo de
bandera, existiría −necesariamente− en la condición que existe,
es decir, en su actual forma colonial descarada, ocupada directamente
por aquí y por allá a través de bases militares amenazantes, y, lo
que es más importante, esas tremebundas organizaciones de los derechos
políticos y civiles (como la ONU, la OEA y otras) ya se habrían pronunciado
desde hace rato en su defensa, en contra de los abusos imperiales, en
contra de formas de dominación política ya vencidas por la historia,
como la esclavitud, la preservación de estados intocadas de colonias,
del chantaje político y otras formas de barbarie. Pero no pasa nada:
en definitiva somos un mundo acuático, quizás la vieja Atlántida,
perdida en los tiempos, con existencia mítica. Éste que escribe, lo
que traza son volutas de humo.
Como en los viejos tiempos, se mete la mano en un país y se le divide,
azuzando rencillas internas para los fines, traficándole armas, enviándole
mercenarios y colonos (oí de unos croatas balcánico por ahí), haciendo
letra muerta de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, como
si se enviara a una selva buscadores de oro o de diamantes, donde los
seres humanos son fieras salvajes más a quitar del camino. Lo de Bolivia
hoy es como lo de las Islas Malvinas ayer, o como lo del Esequibo de
Venezuela anteayer, para no mencionar ni a la Cuba de Fidel ni al Chile
de Salvador Allende: un puro descaro internacional de intereses imbricados
en componendas explotacionistas. Un simple señalamiento de tu puesto
en la colonia. ¿Ha visto usted el férreo pronunciamiento de alguien
organizacional por algún lado, para ponerlo en los términos más vagos
posible, alguneando? ¿Ha visto usted a alguien denunciar que
los años han transcurrido y que la humanidad observa hoy prácticas
más civilizadas de convivencia que los formatos colonialistas entronizados
para América Latina, descaradamente violatorios de la convención internacional,
y con el silencio de todos? ¿Algún organismo de defensa del género
humano y de los derechos políticos se ha pronunciado contra el separatismo
propalado en Bolivia por grupos anárquicos, factores anticonstitucionalitas,
extranjeros, para más señas; contra la esclavitud que hacienda adentro
se practica o contra los anuncios de "procurada" guerra civil,
golpismo y magnicidio que internamente se promueven? ¿Ha llegado, por
ventura, alguna misión internacional para apoyar la integridad territorial
de un país miembro de la ONU, como Bolivia, y para evitar males mayores,
como los peligros de una guerra civil, ansiada por tantos?
De ningún modo: América Latina no existe, dado el silencio generalizado
de las instituciones, cuyo trabajo es velar, mirar, otear, vigilar,
fisgonear… Porque las cosas están hechas de tal modo que si no se
aparece en un reporte de una entidad, no se existe: y así parece andar
hoy América Latina, cabalgando por esas praderas de los aires, muy
cerca del cielo y las estrellas, cercana al perfeccionamiento, a despecho
de lo anteriormente dicho sobre su condición de precolonia. No hay
lesiones, no hay problemas, no hay países en queja ni asediados por
formas anacrónicas de dominio. No hay, en fin, fe de vida, y no hay
América Latina. Cerrado el círculo.
Las potencias señoriales apoyan la división, abiertamente; los países
cómplices callan y parecieran esperar por su parte (España y otros
que duele mencionar); las tremebundas organizaciones de los derechos
humanos y políticos, como la OEA y la ONU, con sede en Washington,
se dedican a sus papeleos administrativos, reservadas en su accionar
para situaciones de mayor calibre, como el interés atacado o no tan
próspero de las potencias imperiales (dije imperiales, no neoimperiales).
No se diferencia en gran cosa la Margaret Thatcher de ayer, en pleno
apogeo colonialista, señoreando sobre un buque de guerra el despojo
de las Islas Malvinas que su país hiciera de Argentina, de actitudes
y hechos presentes sobre el continente, como si eternamente se recitara
con el poeta "América mía, te tengo y te poseo", pero no
precisamente en los términos amatorios que hasta podría desearse.
Nada que ver: el régimen es la fuerza, el poder penetrante, minador
y paralizante, apoderante, la camisa atenazante para servir la riqueza
ajena en la mesa propia. Es el Esequibo venezolano del pasado, descuartizado
a cuatro perros interesados, la idea que priva hoy, el interés, la
actitud colonizante, el brillo siniestro en el ojo, el embajador imperial
fungiendo de cónsul romano en tierras distantes. ¿Potencias neocolonizantes
y países neocolonizados? Sonrisa en la otra acera. Ni siquiera eso.
Ello requeriría un mayor gasto y esfuerzo. ¡Colonias a secas, América
sureña, como le corresponde a cualquier patio trasero, con injerencia
directa, en medio del mayor silencio! Tal es la determinación del dominio,
forjadora de destinos genuflexos. La incursión directa, como en los
viejos (y presentes) tiempos. Colombia es un país cabeza de playa para
contrarrestar revoluciones; Paraguay, propiedad privada, con mercenarios
recorriendo sus entrañas; Perú, Ecuador, Panamá y países caribeños,
bases militares; Argentina, del país vencido en la guerra contra el
angloimperio al país quebrado por sus económicos chantajes; Chile,
el otro as colombiano de las potencias colonialistas guardado bajo la
manga. Brasil y Venezuela, la condecoración final, el boquete programático
hacia el paraíso amazónico.
¡Qué colonias, neocolonias ni cualquier otra paja verbal cuando se
está hablando de que el continente es invisible! Ni siquiera. Por algún
camino debe de llegar la reflexión; en algún momento los liderazgos
locales habrán de instituirse −idealmente− en conglomerados nacionales,
con moralidad de rescate. Porque no parece hoy América Latina valer
una resolución de un organismo del orden internacional, de esas tremebundas
entidades como la OEA, la ONU y tantas siglas de represadas barbaries.
¿Será porque es América Latina un emporio de recursos, no agotado
del todo, la parcela final del mundo, suerte de botín al que se le
debe procurar el anonimato y el silencio para una mejor extracción
del tesoro, deparándosele filibusteras formas de vida, con la complicidad
de todos? Porque no se es colonia ni neocolonizado cuando se es penetrado
directamente con las tropas y se es incendiado en guerras y nadie parece
querer pronunciarse, o por lo menos notar la combustión del fuego.
Se es otra cosa: un recito secreto, un tesoro guardado, colonia acuática
o continente invisible. Todos guardan silencio.
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