Docenas de anuncios de alquileres, en la prensa o la red madrileña, vetan explícitamente a los extranjeros. Sudacos, africanos, musulmanes, y otros bárbaros.
Con total naturalidad. En la Secretaría de Estado de Inmigración alegan "preocupación" e inclusive "indignación". Reconocen, además, que "no hay ningún lugar donde se recoja este tipo de denuncias y discriminaciones". Pero no se tome tal emoción demasiado en serio: en España como en la casi totalidad de los países de Europa de hoy, la tendencia xenófoba es dura y se manifiesta a diario. Discriminación y racismo están a la orden del día en esos países que no tuvieron tanto empacho para invadir el Nuevo Mundo hace cinco siglos. Ni permiso solicitaron aquí para robar y matar a mansalva.
Desde el punto de vista de la ética más elemental, tal intolerancia es intolerable; ella sella el fracaso de la humanidad en regularizar la convivencia. Lo peor es que, lo hemos dicho, el mismo espíritu de exclusión tiende a generalizarse. Mientras en América Latina tendemos a reorientar la vida social y política hacia la izquierda, el cambio toma, en ciertos países ricos, un giro decidido hacia la derecha y, de vez en cuando, coquetea con el fascismo más descarado. Países como Israel, en su entorno geográfico, o España frente a sus nuevos "invasores", o Francia e Italia, que blindan sus fronteras, extienden la misma práctica de exclusión.
La caída del muro de Berlín, que fue saludada con alborozo en el "mundo libre" hace menos de veinte años, fue motivo de alegría efímera. Ahora, los mismísimos Estados Unidos, precedidos por los israelitas, excelentes maestros de la disuasión, vuelven a levantar muros mucho más sofisticados, al lado de los cuales fue trabajo de niño el muro del mundo comunista.
Duro revés para el proyecto de democracia, y grave fallo también para la evangelización cristiana. ¿Dónde está la fraternidad? ¿Dónde, la utopía de justicia universal? ¿Dónde, el evangelio de comunión? Sin embargo, reconozcámoslo con gusto: es refrescante constatar, en ese contexto, la generosa hospitalidad de un país como Venezuela, el cual acogió a más de cuatro millones de hermanos colombianos, maltratados por la guerra en su país.
(*)Sacerdote de Petare