En verdad, en la década de los sesenta y hasta el día de hoy, el verdadero enemigo de las dictaduras en América Latina no fue Betancourt sino Fidel Castro, porque todos los militares que daban golpes de Estado en América Latina, para darlos y para sostenerse en el poder, tenían que contar con el visto bueno del Departamento de Estado y, además, ser ultraderechistas. Estados Unidos comenzaba a comprender que aberrados dictadores como Trujillo y Somoza conducían a proyectos revolucionarios como los de Cuba. Esto es lo más importante, Fidel no estaba en absoluto de acuerdo con la política capitalista, con la imposición de los monopolios norteamericanos en la economía de los pueblos. Pero la Doctrina Betancourt no tenía otro sustento moral ni ideológico que lo que aprobara Washington en el tema de las relaciones internacionales y los programas económicos. Recuérdese que el hostigamiento pertinaz y decidido de Somoza II y Luis Somoza contra Cuba, fue siempre considerado por la Casa Blanca como una actividad altamente respetable, y sobre esto Betancourt jamás lanzó la menor crítica al imperio. Luis Somoza proporcionó para la invasión a Bahía de Cochinos, los puertos de salida para la Brigada 2506 y el campo de aviación Happy Valley del que partieron 15 bombarderos B-6, en distintas incursiones aéreas contra aeropuertos cubanos, ordenados, claro, por la CIA. ¿Se escuchó alguna vez a Rómulo mencionar su Doctrina, para exigir además la no intromisión en los asuntos internos de Cuba como sí se cansó de pedírselo a Fidel (por lo que se acabó expulsándole de la OEA).
Después de todos aquellos ajetreos de Betancourt por el Caribe y Centroamérica, de sus estudios y análisis, lo que hizo a la postre fue convertirse (junto con Frances Grant, Muñoz Marín y José Figueres), en el mayor experto y asesor del Departamento de Estado para América Latina. Fue el artífice de la nueva fórmula que permitiría sustituir la vieja política del Panamericanismo por su Doctrina, que venía a ser una derivación de la de Monroe; que encajaba muy bien dentro de los planes de EE UU en el tema candente de la Guerra Fría y la burda tesis que abogaba por una América para los (norte)americanos; y actualizada además, con lo de la fuerza multilateral y en la idea de convertir el mar Caribe en un “esplendoroso” lago yanqui. Betancourt se adaptaba magistralmente, en sus andanzas por el norte, con la filosofía que establece la doctrina que los Estados Unidos tienen derechos naturales sobre el continente americano, y su voluntad debe ser aceptada como fuerza de ley para beneficio de todos nosotros.
Se hacía vigente, entonces, aquella famosa sentencia de Teodoro Roosevelt:
…todo país cuya población se conduzca correctamente puede contar con nuestra cordial amistad. Cuando una nación haya dado pruebas de razonables capacidades y de cierta decencia en el manejo de sus negocios políticos y sociales, no tendrá que temer la ingerencia de los Estados Unidos. Pero un desorden crónico, una impotencia constante para conservar los vínculos que unen a las naciones civilizadas, en América como en todas partes, podrán requerir la intervención de alguna nación civilizada y en este hemisferio la fidelidad de los Estados Unidos a la doctrina de Monroe podrá obligarlos, aunque eso les repugne, a ejercer un poder de policía internacional, en caso flagrante de tales desórdenes o de semejante impotencia.
Betancourt había ido mucho más lejos mirando al futuro y presintiendo que realmente Estados Unidos debía ir tragándose, de acuerdo con los proyectos de Tomás Jefferson, una a una todas nuestras naciones, pero ahora de manera “legal”, dejando de lado el moribundo Panamericanismo; el más grande visionario pro yanqui que había surgido de América Latina, se adelantaba al sistema neoliberal y planteaba para nuestro hemisferio una región segura para la inversión norteamericana. Coincidía plenamente con el senador Aubert J. Beveridge quien sostuvo el 27 de abril de 1898:
Las fábricas americanas están produciendo más de lo que su pueblo puede usar. El suelo americano está produciendo más de lo que puede consumir. El destino se ha encargado de formular el texto de la política a seguir: el comercio del mundo ha de ser y será nuestro. Y lo conseguiremos conforme a las condiciones de nuestra madre Inglaterra. Estableceremos centros comerciales a través de todo el mundo para la distribución de todos los productos americanos. Nosotros con nuestra marina mercante abarcaremos el planeta. Hemos de construir una flota de guerra que corresponda a nuestra grandeza. Grandes colonias, con gobiernos propios, ondeando nuestra bandera y comerciando con nosotros crecerán en torno a nuestras avanzadas comerciales, nuestras instituciones volarán tras nuestros negocios en alas de nuestro comercio. Una ley americana será llevada a tierras hasta ahora ensangrentadas, tenebrosas, las que entonces serán iluminadas y embellecidas por esas instituciones de Dios.[1]
[1] Quince Howe, A word history of our time.