El Espejo

La doctrina Hillary

Cuando el movimiento popular latinoamericano se hallaba acosado, perseguido con inaudita crueldad por los factores de poder de la región; cuando la división interna de la izquierda agotaba su capacidad para convertirse en opción, y el dominio de los partidos tradicionales era absoluto, al estilo Punto Fijo en Venezuela y sus homólogos en el continente, las elecciones constituían el desideratum de la política democrática. La institución del sufragio era la alternativa, y la recomendación que se daba a quienes practicaban formas de lucha distintas, debido al hostigamiento a que estaban sometidos, era incorporarse a la vía pacífica.

Por ser ese el camino justo.

En síntesis, el mensaje que se solía enviar a partidos políticos, grupos de acción y dirigentes de ese universo que se movía en la línea insurreccional, consistía en la adopción del voto como salida. Se puede decir que la vanguardia del movimiento popular aceptó la recomendación, pero no es así. Ocurrió que el pueblo tomó conciencia, los dirigentes superaron el maniqueísmo y asumieron sin cargos de conciencia la lucha pacífica, democrática, a través del sufragio. El dilema lucha pacífica versus lucha armada lo resolvió el tiempo. La evolución de la sociedad y la madurez de una dirección que comprendió la nueva realidad. El resultado fue impresionante. El movimiento popular salió del laberinto de un debate infinito y de sucesivas derrotas y se conectó a la realidad de cada nación. Colocando así toda su capacidad de lucha, su creatividad y coraje en la dirección correcta.

Las masas populares pasaron, en un viraje espectacular, del simple reformismo a procesos de cambio social profundos, lo cual desconcertó al enemigo tradicional. A partir de entonces, en menos de una década, la región presenció el acceso al gobierno en numerosos países de las organizaciones populares. No fue un milagro, pero sí un hecho histórico: fue la comprobación de la justeza de una línea política.

En función de la experiencia acumulada durante una década de derrotas, ahora el enemigo ideológico y político se da cuenta del error en que incurrió cuando sacralizó el sufragio y alentó al movimiento popular a desarrollar la lucha de masas legalmente. Y, obviamente, la reacción no se ha hecho esperar. Los apologistas del hecho electoral pasan a cuestionarlo. Los argumentos que sacan de la manga son de una inmoralidad rayana en la ridiculez. Dicen por ejemplo que lo que cuenta no son las elecciones sino la acción de gobierno; o que el sufragio contaminado de populismo es un engaño (claro, cuando gana la izquierda, no cuando gana la derecha), y otras afirmaciones por el estilo.

Lo que podríamos definir como "doctrina descalificadora del sufragio" toma cuerpo en sectores políticos, partidos, ONG, elites intelectuales, grupos universitarios, empresarios, propietarios de medios de comunicación. Es así como una columnista le entra descarnadamente al tema y afirma: "Hay que entender que la democracia no es sobre elecciones sino sobre instituciones", y un Alcalde involucrado en acciones desestabilizadoras sentencia: "Chávez usa la democracia para destruirla". Como éstas hay muchas otras expresiones reveladoras del propósito de descalificar el voto del pueblo, de cuestionarlo, para atribuirse el derecho a juzgar a la democracia no por su origen, sino por la opinión que merezca a los poderes fácticos, a grupos de presión nacionales y transnacionales. O sea, que la calificación democrática de un gobierno dependería de valoraciones de carácter subjetivo y sería ajena al origen del mismo.

¿Por qué el título de esta columna? Porque en reiteradas declaraciones la actual Secretaria de Estado estadounidense manifiesta ese punto de vista. En entrevista que le hiciera un canal venezolano de televisión sostuvo que la "democracia no es sólo elecciones".

Claro que no, ¿pero a qué se debe el énfasis en esta afirmación? A lo que luego desarrolló: a privilegiar la evaluación de la noción gobierno y a darle a ésta rango por encima del sufragio.

En la concepción que comienza a manejar la señora Hillary Clinton se devalúa - si no gusta el término, se minimiza - lo que en el pasado fue fundamental: la decisión del pueblo expresada en comicios; y, luego, se potencia la pretensión de que la democracia la define la gestión de gobierno.

Pero en la teoría universalmente aceptada, es el voto popular lo que otorga legitimidad y constituye el origen de la democracia, mientras que el acto de gobierno es circunstancial y siempre polémico, ya que se evalúa en función de criterios políticos y por lo regular, lo hacen grupos de presión nacionales e internacionales. Mas este planteamiento sobre la valoración de conceptos como sufragio y gobierno, ya no sólo es teoría sino práctica. Y acaba de resolverse en Honduras.

El de Zelaya era (es) un gobierno legítimo, constitucional, producto del voto de los hondureños. Pero la concepción que se abre paso, en el sentido de que el origen, el voto, es relativo y lo que cuenta es la consecuencia, el gobierno, abrió las puertas a los golpistas militares y civiles de Tegucigalpa el 28 de junio. Todos los prejuicios que el civilismo acumuló durante décadas en contra de la preeminencia militar y el rechazo al golpe de Estado, se esfumó de pronto.

Aquellos que trabajan para los golpes militares contra gobiernos electos popularmente, se sienten tácitamente apoyados. Vemos entonces a los que en Venezuela cuestionan a los militares que respaldan a un régimen constitucional, producto del sufragio, apoyando con descaro a los militares que defenestraron a Zelaya.

Por ahora el gobierno Obama-Hillary se balancea en la cuerda floja de las presiones y hace concesiones a la ultraderecha mundial cuando alimenta una inefable iniciativa que socava la institución del sufragio como fuente de poder. Lo que equivale retornar al tenebroso pasado golpista.



jvrangelv@yahoo.es


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José Vicente Rangel

Periodista, escritor, defensor de los derechos humanos

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