No hay cosa más monstruosamente cruel que un rico en su empresa diaria de ir acumulando capital y poder financiero. Aunque son éstos, insólitamente, los que llevan a flor de labios palabras como la piedad, la caridad, infaltables por demás también en las iglesias. Para calificarlos, no hay una expresión más contundente que la de León Bloy: que los ricos son como un chancro sifilítico en un rostro admirable.
Añade Bloy: “… la riqueza es el más terrible anatema, y que los malditos que la detentan, en perjuicio de los miembros doloridos de Jesucristo, están destinados a tormentos indecibles, pues se halla preparada para ellos la Mansión de los Alaridos y de los Terrores. Sin duda, esta verdad evangélica es un alivio para los que sufren en este mundo.”
Esa búsqueda de la riqueza da al hombre una forma de poder envilecedora.
Al rico un gran sector de la sociedad lo admiran, lo ama, lo endiosa y le coloca como un hombre importante, pero ello no nace en esencia de su ser como persona, como humano, sino por la vía del dinero que lo corrompe todo.
El rico es un ser que recela de su entorno, de esa gente que dice quererle, amarle, de esa sociedad que le respeta y lo tiene por un personaje imprescindible dentro de los valores de la sociedad, porque para él en el fondo no hay nada humano en este mundo. Que todo se mueve por el interés. Por lo que el rico acaba por ser envidiado, odiado y tratado muy hipócritamente por cuantos le rodean y hasta por sus propios seres queridos.
El rico es un ser que termina por no creer en nadie. Su vida se torna en una podredumbre, cuyo aire mefítico todo lo envilece.
El estado natural e ideal del hombre debe ser el de la pobreza digna. El pobre, que a diferencia del rico, es un hombre de fe, un alguien que comparte con los demás lo poco que tiene, un hombre que en las situaciones difíciles está decidido a dar la vida por sus amigos, por lo que considera justo, sin importarle los bienes materiales. El pobre que ha obtenido la sabiduría de la dura escuela de la vida es el ser más honrado y digno que quepa imaginar.
El pobre sabe que quien persigue la grandeza humana no puede buscar la riqueza, el lujo, la vanidad.
Por eso el rico jamás escarmienta, porque está ciego, delirantemente obsesionado con su fin que es acumular plata, joyas, propiedades.
El rico no está hecho sino para entender sus negocios. Es un ser, definitivamente como dice Bloy, “cegado y embrutecido al que no es posible detener más que con una guadaña o con un puñado de metralla arrojado sobre su vientre…”
En medio de todos estos horrores, los llamados liberales y demócratas del mercantilismo le rinden gran pleitesía, y es por ello entonces por lo que se desata la más bestial de todas las paradojas que vemos sobre todo en labios de políticos pervertidos, de obispos y sifrinos: “el rico es un ser bueno por excelencia”, y se le hace académico sólo por serlo, se le enviste de todos los honores que suelen repartir impunemente las naciones.
La rehostia.
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