El Che Guevara era una persona de gran fortaleza de carácter. Podríamos decir, sin temor a equivocarnos, que era un hombre duro, física y moralmente. Lo que se llama un hombre de temple. Por lo que conocemos de sus propios relatos y el testimonio de sus camaradas, no le temblaba el pulso a la hora de tomar decisiones. No vacilaba si estaba convencido de su razón. Sin embargo esa fuerza, esa entereza, no era contradictoria, sino justamente todo lo contrario, con una gran nobleza de espíritu. Es inimaginable ver al Che irrespetando a alguien, vejándolo, atentando contra la dignidad de otra persona. Ni aunque fuera su enemigo y, mucho menos, su prisionero. No nos llama por eso la atención que, en un momento dado, el Che haya dejado escrito lo siguiente: déjeme decirle, a riesgo de parecer ridículo, que el verdadero revolucionario está guiado por grandes sentimientos de amor. Es imposible pensar en un revolucionario auténtico sin esta cualidad. Y es que es así. Yo, por mi parte, desde la modestia de una historia política personal que ha tenido la suerte de no pasar por cárceles ni privaciones ni sufrimientos excepcionales, puedo decir que no conozco a ningún revolucionario de los siempre, de los que ponen su vida entera en la partida, que no suscriba también esas palabras del Che, en la teoría y en los hechos.
¿Y por qué traigo esto a colación? Porque últimamente hemos visto a más de un ultraizquierdista (revolución en la revolución, le dicen a veces para justificar sus desmanes verbales), hablando mal a diestra y a siniestra, descalificando aquí y allá sin argumentos, sembrando cizaña, aireando resentimientos, irrespetando a otros, insultando, vejando, caiga quien caiga ante sus sacrosantas verdades. Pequeños torquemadas que florecen también en el campo de la revolución. Los que más vociferan y que suelen ser los más rudos, los más violentos con la palabra. ¡Ah, si la vida no nos fuera enseñando cosas! Pero la existencia, que ya va siendo larga, no pasa en vano. Y de algo nos sirve la experiencia. Tantas veces hemos visto a individuos como estos pasarse luego con la mayor facilidad al otro lado. Saltando la talanquera sin pestañear. Y vociferar después desde la derecha, con el mismo histérico frenesí que antes lo hacían desde la izquierda. Por eso yo he aprendido a no hacerle caso a los que alardean de revolucionarios pero desprecian y hasta maltratan a quienes no coincidan con sus opiniones o sus gustos. A los que desunen como pasatiempo y viven esparciendo la desconfianza. A los que continuamente agravian e injurian a los demás en nombre de purezas ideológicas o quien sabe en nombre de qué. A los que parecen haberse despojado de una mínima conciencia sensible. Yo los oigo y sigo haciendo mi trabajo como si nada. Sencillamente, amigos, me permito dudar de su condición revolucionaria. Estoy convencido de que sirven a extraños intereses y de que alguien les paga. ¿Me oyes, Leocenis García? Es contigo.