La caída del ex coronel Lucio Gutiérrez, tercero en la lista de presidentes derrocados en Ecuador por movimientos populares, es el último episodio de una crisis más honda de lo que dejan traslucir los simples hechos. Es el efecto de una causa, que los poderes fácticos internos y externos se niegan a reconocer: el agotamiento total de un modelo de Estado, que cruje por todas partes y cuya persistencia sólo multiplicará el caos y acrecentará la ruina.
Los Estados latinoamericanos han funcionado, desde el siglo XIX, sobre la alianza entre las oligarquías nacionales y los imperios extranjeros. Las oligarquías permitían y se beneficiaban del expolio de sus países, en tanto los imperios extranjeros apoyaban a las oligarquías y, cuando era menester, intervenían para mantenerlas en el poder. La alianza implicaba la exclusión de una vasta mayoría de población, que debía sufrir una doble explotación, la de las oligarquías y la de los imperios. Esta alianza es causa principal del atraso y la pobreza de Latinoamérica y explica la atroz desigualdad entre pobres y ricos.
Los sistemas seudo-democráticos se construyeron sobre esta estructura, de manera que la democracia ha sido reducida a elecciones rituales, donde los políticos ofrecen en sus campañas justicia social y la lucha contra las lacras nacionales para, una vez en el gobierno, aplicar las mismas políticas y usar el poder para enriquecerse ellos y los suyos. Los ejércitos nacionales garantizaban el orden y la represión del descontento. Si las fuerzas progresistas, por error del sistema, ganaban unas elecciones, oligarquía, ejército e imperio se juntaban para derrocarlas y restablecer el viejo sistema. La histeria anticomunista sirvió magníficamente a esos fines y todos los procesos de cambio fueron destruidos. Guatemala, en 1954; Dominicana, en 1965; Chile, en 1973 y Nicaragua, en 1990, así lo ejemplifican.
El fin de la guerra fría, el desastre de las dictaduras militares y la consagración de la democracia como principio angular del sistema interamericano, sumado al libre juego económico que impulsan los países ricos, son factores que han carcomido, paradójicamente, las bases del modelo de Estado imperante. Desaparecidos los pretextos, desapareció la represión que ahogaba a los pueblos y, liberados del miedo, demuestran en las calles que no están dispuestos a seguir soportando un sistema que sólo reproduce la miseria y el expolio.
Chávez, en Venezuela, marcó la pauta a seguir, pues demostró que dentro de los ejércitos latinoamericanos –los guardianes de EEUU- desaparecía la obediencia y se abrían paso ideas sociales y fuerzas dispuestas a derrumbar unos sistemas decrépitos. Fueron la movilización popular y el respaldo del ejército los que frustraron el golpe contra Chávez, que era algo más que un cuartelazo. Se trataba de extirpar de raíz un peligroso ejemplo.
Las luchas sociales han adquirido una fuerza inusitada, derribando presidentes y eligiendo a otros, como a Kirchner en Argentina. Las movilizaciones tienen denominadores comunes: lucha contra las multinacionales que usurpan la riqueza de los países, destruyen el medio ambiente y devoran las economías nacionales; liquidación de una clase política corrupta y desprestigiada; reconstrucción del Estado, desmantelado por el neoliberalismo; resistencia a los tratados de libre comercio, que arruinan el campo y profundizan el pillaje de los recursos...
La alarma que cunde en los países ricos no es por el futuro de la democracia, sino por los riesgos que se ciernen sobre sus multinacionales y el resquebrajamiento acelerado de las estructuras de expolio. De México a Argentina crece y se multiplica la resistencia social y popular contra el saqueo. Los círculos de poder se mueven a la desesperada, como ocurre en México, donde el desafuero y enjuiciamiento del líder de izquierda Manuel López Obrador, al que las encuestas sitúan como próximo presidente, prueba que la democracia, en Latinoamérica, sólo sirve si permite que ganen los mismos para que todo siga igual.
La caída de Lucio Gutiérrez es consecuencia de su traición a las fuerzas sociales e indígenas que le llevaron a la Presidencia. Prometió justicia social y tiempo le faltó para firmar un acuerdo obsceno con el FMI. Se comprometió en hacer justicia a los indígenas y meses después rompía su alianza con el movimiento Pachakutic. Juró desmantelar el sistema corrupto y se entregó a la oligarquía. Prometió rehacer las instituciones y no dudó en destruir los escasos cimientos de legalidad, para imponer una Corte Suprema de Justicia que perdonara a los presidentes derrocados que compraron su apoyo. Habló de soberanía y convirtió Ecuador en una gran base militar de EEUU. Fue destituido, en suma, por traicionar las esperanzas de un país. Por no hacer en Ecuador lo que Chávez en Venezuela. Enterrar un sistema podrido y construir uno nuevo, aprovechando su riqueza petrolera, no tan importante como la venezolana, pero suficiente para impulsar un proceso de desarrollo, sobre todo ahora, con los altos precios que tiene el hidrocarburo.
Los gritos de “Que se vayan todos”, que corearon antes en Argentina, tienen más destinatarios que una clase política. Es un grito que quiere significar el fin de un modelo de Estado y la exigencia de que surja otro. Un nuevo modelo que devuelva a los países las riquezas usurpadas y dé a los pueblos dignidad, esperanza y futuro. La crisis ecuatoriana, como la de tantos otros países de la región, no se resolverá con nuevas elecciones rituales, que serán más de lo mismo, ni con represión como intentó De la Rúa en Argentina o Toledo en Perú. Hace falta enterrar el modelo. Hugo Chávez, en ese sentido, marca la pauta. EEUU se sabe aislado y busca en España un socio para hacer un frente común de multinacionales. Pero la región ha empezado a andar y será difícil detener su marcha, a menos que quieran volver a los golpes de Estado y la más criminal represión, lo que no parece viable. EEUU, por demás, no es el mejor socio con el que pasear por Latinoamérica.
elmundo.es
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