La felicidad social contra la violencia

Resulta oportuno para muchos observadores de oposición, desde su comodidad, dramatizar y reprender los recientes sucesos de La Planta. Pues, de estar ellos en el poder, contarían con su fórmula mágica: disparar primero, preguntar después.

Lo cierto es que el proceso a través del cual el Estado adquiere el único uso legítimo de la fuerza –también conocido como el Monopolio de la violencia–, siempre ha sido difícil y tortuoso. Inclusive en la vieja Europa, las rutas y bosques entre ciudades estuvieron durante largo tiempo bajo el control de bandidos, como el famoso Robin Hood. El proceso de concentración del poder tardó varios siglos en consumarse; por medio de sangrientas guerras, persecuciones, cacería de brujas, genocidios, etc. No fue ningún ‘soplar y hacer botellas’.
Sin embargo, rara vez nos detenemos a observar el contraste profundo con nuestra realidad.

La relativa adherencia a la ley que hoy percibimos en algunos países del Norte se construyó sobre las bases del feudalismo y del sometimiento progresivo de sus pueblos, con recurso a la coerción. El señor feudal mandaba, y se le obedecía. De lo contrario, se podía tener por segura la mutilación o la muerte. A lo largo de varias generaciones, algunos de estos señores primaron sobre otros, consolidando su poder, hasta culminar en los reinos que aún forman buena parte del viejo continente. El Estado simplemente se encargó de ‘cristalizar’ la violencia.

Incluso las proclamadas ‘repúblicas’ se fundaron sobre estos cimientos, manteniendo –bajo ilusión de democracia– una relación coercitiva entre Estado y ciudadano, que hoy día se pone tristemente en evidencia en las calles de ciudades como Atenas.
No obstante las revoluciones burguesas del siglo de las luces, el supuesto ‘contrato social’ fue siempre más ilusión que hecho.

En los EE.UU. simplemente se propagó este modelo despótico y engañoso, con la instalación de una población en gran parte importada de Europa, que hizo ‘tabula rasa’ al exterminar la casi totalidad de los pueblos originarios que hacían vida en el territorio.
La Independencia de ese país también comenzó maltrecha, ya que su impulso fue dominado por los grandes terratenientes. Son esas mismas cúpulas de poder que hoy día pretenden someter al resto del mundo y convertirlo en su vasallo, en nombre de la ‘Libertad’.

Felizmente, no contamos con la misma historia. ¡Ni siquiera vivimos el feudalismo!
Al menos en nuestras tierras se produjo una mayor compenetración cultural entre los diversos elementos étnicos de nuestro Pueblo, haciendo indispensable un acuerdo social –tanto más extenso como condicional– a la hora de gestar nuestra Independencia, y nacer como Patria.
En consecuencia, el Estado-Nación no se consolidó en Venezuela de la misma forma que en el Norte, y nunca conquistó totalmente el monopolio de la violencia, pese a nuestra propia dosis de guerras y luchas.

Tal vez esto sea para bien. Se sentaron las bases de otra vía, menos sangrienta que en los países que hoy llamamos 'desarrollados', si nos ponemos a ver; y donde la soberanía reside verdaderamente en el Pueblo.

El cacique originario, nuestra antítesis del señor feudal, era ante todo un mediador, y se le respetaba por su autoridad moral. Era llamado a convencer, a conciliar, a inspirar, y a ejercer la voluntad de su Pueblo. Tal fue también el rol de nuestro Libertador, inscrito en sus palabras: "El sistema de gobierno más perfecto, es aquel que produce mayor suma de felicidad posible, mayor suma de seguridad social y mayor suma de estabilidad política".

El triunfo del diálogo en el desalojo de La Planta refleja este compromiso.
Tampoco es casual que seamos hoy día el país con el más alto índice de satisfacción con la vida de nuestro continente*, posición que refleja nuestro avanzado grado de felicidad social.

*Según el estudio realizado por Adrian G. White de la Universidad de Leicester, Reino Unido.

Antropólogo, asesor en territorio humano


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George Azariah-Moreno*


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