Cuando un hombre como Chávez muere, uno siente la insignificancia de la historia, porque sólo hombres como él la hacen grande. También las mujeres.
Pero hoy se trata de un hombre. De aquel que nació con el espíritu libre para hacer luminoso y ancho el camino de la soberanía.
Que tristeza ver a sus orillas a los mediocres disfrutando su perentoria ruindad, levantando el fundamento de su estrechez mental.
Sienten que ahora volverá el tiempo a donde lo dejó Chávez en 1998. Que otra vez su genuflexión cobrará el precio de sus vulgares existencias.
La dignidad de Chávez es inalcanzable para estas almas inferiores, de adentro y de fuera de Venezuela. No basta con empinarse para alcanzar su luz.
¡Qué duda cabe!, la independencia es hechura de los fuertes. A los inútiles sólo les queda el monocorde coro de la diatriba, del encono.
Éstos siempre estarán más cerca del Señor, pero más lejos del hombre. Más cerca de la obsecuencia pero distantes de la entereza.
Chávez no es parte de la historia como no lo es el Che, ni Carlos Fonseca, ni Fidel. Son la historia. No son sólo explicación, son también entendimiento.
Entendimiento que advierte, a los que quedan, que el valor de la acción de Chávez reside en el valor de su intención: la revolución liberadora contra el FMI, el BM, la OMC, el BID, la USAID…
Es tiempo de dolor, pero no de darle fuerza al horror de estos enemigos de la humanidad.
Es tiempo de ocaso, pero no para el amanecer de un “nuevo capítulo de “relación constructiva”, como dice querer Obama, en nombre de los destructores del mundo y su cultura.
Es tiempo de tragedia, pero no de producir el efecto trágico que esperan los terroristas del cáncer inducido y los magnicidios. Lo mataron, pero no lo vencerán.
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