Era fundamental que ganase Nicolás Maduro, y ganó. Pero ganó a duras penas, lo cual exige desentrañar las causas del bajón sufrido por el chavismo y el notable aumento experimentado por la derecha. Fue una victoria que puso en evidencia la endeblez metodológica de las encuestas que de uno y otro lado pronosticaban una holgada victoria del candidato chavista. Sobre el veredicto de las urnas lo primero que hay que decir es que su desconocimiento por parte de Henrique Capriles no es en modo alguno sorprendente. Es lo que señala para casos como este el manual de procedimientos de la CIA y el Departamento de Estado cuando se trata de deslegitimar a un proceso electoral en un país cuyo gobierno no se somete a los dictados del imperio. Si bien la distancia entre uno y otro fue muy pequeña, no tuvo nada de excepcional a la luz de la historia venezolana: en las elecciones presidenciales de 1978 Luis Herrera Campins, candidato del COPEI obtuvo el 46.6 por ciento de los votos contra el 43.4 de su rival de Acción Democrática. Diferencia: 3.3 por ciento, y el segundo reconoció de inmediato el triunfo de su contendor. Antes, en 1968, otro candidato del COPEI, Rafael Caldera, accedió a la presidencia con el 29.1 por ciento de los sufragios, imponiéndose sobre el candidato de AD, Gonzalo Barrios, quien obtuvo el 28.2 por ciento de los votos. Diferencia: 0.9 por ciento y asunto concluido. Más próximo en el tiempo, contrasta con el autoritario empecinamiento de Capriles la actitud del por entonces presidente Hugo Chávez que, en el referendo constitucional del 2007, admitió sin más trámite su derrota cuando la opción por el No obtuvo el 50.6 por ciento de los votos contra el 49.3 por ciento del Si a la reforma que él favorecía. A pesar de que la diferencia fue de poco más del 1 por ciento Chávez reconoció de inmediato el veredicto de las urnas. Toda una lección para el ofuscado perdedor.
Resultados electorales muy ajustados son más frecuentes de lo que se piensa. En Estados Unidos, sin ir más lejos, en la elección presidencial del 7 de Noviembre del 2000 el candidato demócrata Al Gore se impuso en la votación popular con el 48.4 por ciento de los votos, contra el republicano George W. Bush, quien obtuvo el 47.9 de los sufragios. Como se recordará, una fraudulenta maniobra efectuada en el colegio electoral del estado de Florida -cuyo gobernador era casualmente Jeb Bush, hermano de George W.- obró el milagro de “corregir los errores” en que había caído un sector del electorado de la Florida posibilitando el ascenso de Bush a la Casa Blanca. En suma, el que perdió ganó, y viceversa: todo un ejemplo de soberanía popular de la democracia estadounidense. En las elecciones presidenciales de 1960 John F. Kennedy, con el 49.7 por ciento de los sufragios, se impuso a Richard Nixon que cosechó el 49.6. La diferencia fue de apenas el 0.1 por ciento, poco más de 100.000 votos sobre un total de unos 69 millones, y el resultado fue aceptado sin chistar. Pero en Venezuela las cosas son diferentes y la derecha grita “fraude” y exige un recuento de cada uno de los votos, cuando ya Maduro accedió a efectuar una auditoría. Llama la atención, no obstante, la intolerable injerencia del inefable Barack Obama que no dijo ni una palabra cuando le robaron la elección a Al Gore pero encontró tiempo ayer por la tarde para decir, por boca de su vocero, que era "necesario" y "prudente" un recuento de los votos dado el resultado "extremadamente reñido" de las elecciones venezolanas. ¿Admitiría que un gobernante de otro país le dijera lo que tiene que hacer ante las poco transparentes elecciones estadounidenses?
Dicho lo anterior, ¿cómo explicar la fuga de votos experimentada por el chavismo? Por supuesto, no hay una sola causa. Venezuela transitó desde la aparición de la enfermedad de Chávez (8 de Junio de 2011) por un período en donde las energías gubernamentales estuvieron en gran medida dirigidas a enfrentar los inéditos desafíos que tal situación planteaba para un experimento político signado por el desbordante activismo del líder bolivariano y por el hiper presidencialismo del régimen político construido desde 1998. Esa caracterización en un primer momento molestó a Chávez, pero luego hidalgamente terminó por reconocer que era correcta. Premonitoriamente Fidel le había advertido, ya en el 2001, que debía evitar convertirse “en el alcalde de cada pueblo.” En todo caso, el desconcierto que emanaba de la forzada inactividad de Chávez impactó fuertemente en la gestión de la cosa pública, con el consecuente agravamiento de problemas ya existentes, tales como la inflación, la estampida del dólar, la paralizante burocratización y la inseguridad ciudadana, para no mencionar sino algunos. Problemas, no está demás recordarlo, a los que se había referido más de una vez el propio Chávez y para enfrentar los cuales había planteado la necesidad del “golpe de timón” anunciado en el primer Consejo de Ministros del nuevo ciclo iniciado luego de la victoria del 7 de Octubre del 2012, durante el cual el líder bolivariano hizo un fuerte llamado a la crítica y la autocrítica, exigiendo a sus colaboradores mejorar radicalmente la eficiencia de ministerios y agencias, fortalecer el poder comunal y desarrollar un sistema nacional de medios públicos como ineludibles prerrequisitos de la construcción del socialismo. Señalaba en su intervención que “a veces podemos caer en la ilusión de que por llamar a todo “socialista” … uno puede pensar que con eso, el que lo hace cree que ya, listo, ya cumplí, ya le puse socialista, listo; le cambié el nombre, ya está listo.” De ahí su fuerte exhortación a fortalecer los consejos comunales, la socialización de la economía, la cultura y el poder. Decía, con razón, que “no debemos seguir inaugurando fábricas que sean como una isla, rodeadas del mar del capitalismo, porque se las traga el mar.” Pero junto a estos problemas de la gestión estatal hubo otros factores que también contribuyeron a la creación de un malestar social y un malhumor público: la derecha y el imperialismo trabajaron activamente, como lo hicieran en el Chile de Salvador Allende, para sabotear el funcionamiento de la economía y exasperar el ánimo de la población mediante el metódico desabastecimiento de productos esenciales, los cortes de energía eléctrica, la sospechosa actividad de grupos de paramilitares sembrando el terror en los barrios populares y la persistente campaña de denuncias y agravios en contra de Maduro vehiculizadas y agigantadas por su enorme gravitación en el manejo de los medios de comunicación de masas, facilitando así la deserción de un numeroso contingente de votantes.
La Revolución Bolivariana enfrenta una situación delicada pero que está lejos de ser desesperante o provocar la caída en un angustioso pesimismo. El desfachatado entrometimiento de Washington refleja su urgencia para acabar con la pesadilla chavista “ahora o nunca”, consciente de que se trata de una situación pasajera. Ante esto Maduro como presidente tiene que responder con serena firmeza, evitando caer en las previsibles provocaciones que le tiendan sus enemigos. Es innegable que tiene ante sí una sociedad partida al medio, donde la derecha por primera vez demuestra tener la capacidad para encuadrar y movilizar, al menos en el día de las elecciones, al 50 por ciento del electorado. Recuperar el predominio en ese terreno no es imposible, pero dependerá menos de la radicalidad de los discursos del oficialismo que de la profundidad y eficiencia de las políticas concretas que adopte Miraflores; dependerá, en suma, de la calidad de la gestión gubernamental para enfrentar los principales problemas que agobian a la población, tema sobre el cual Maduro insistió sensatamente en su discurso de anteanoche. No habría que subestimar, en este cuadro, el hecho de que hasta el 2016 la Asamblea Nacional tendrá una holgada mayoría chavista (95 sobre 165) y que el nuevo presidente contará con el apoyo de 20 de los 23 gobernadores de la República Bolivariana. La correlación de fuerzas, por lo tanto, sigue mostrando un claro predominio del chavismo, y la respuesta de numerosos gobiernos de la región y de fuera de ella -como China y Rusia, entre otros- agrega un importante reaseguro para la necesaria gobernabilidad y para avanzar en el impostergable cumplimiento del testamento político de Chávez, el ya aludido “golpe de timón.” Estamos seguros que el bravo pueblo venezolano estará a la altura de las circunstancias y de los retos que plantea la actual coyuntura.