El fascismo va más allá de ser un gobierno totalitario y caudillesco, de ser un régimen que no tolera la disidencia, que es racista, ultraconservador, que persigue a la oposición. Rechaza los cambios en las sociedades modernas, promueve la xenofobia, persigue la intelectualidad y la ilustración y algunos otros rasgos que lo diferencia de una dictadura convencional. En América Latina podemos definir como fascistas o con rasgos fascistas, aunque algunos autores optan por calificarlos de neofascistas, a Pinochet, Videla y Alfredo Stroessner. Hay historiadores que incluyen al brasileño Getulio Vargas.
Algo tan serio, trágico y extremista como el fascismo no puede ser tratado desde lo trivial, ni desde la visión sectaria de un comunicador que desesperado porque su programa se ha convertido en algo repetitivo, tedioso y sin profundidad, intente llamar la atención.
Calificar de fascista al Presidente español, Pedro Sánchez, es poco menos que una estupidez. Si bien Sánchez ha brindado apoyo al gobierno fascista de Ucrania en su guerra con Rusia, si bien Sánchez es un socialdemócrata que dobla su cogote ante los Estados Unidos, la monarquía española y la burguesía de su país, no es un fascista. No nos pasa por la cabeza que Yolanda Díaz, Irene Montero y Alberto Garzón, conocidos luchadores antifachas, hayan acompañado como ministros a un gobierno fascista.
Otro político que salió calificado de fascista por la torpeza, fue Rómulo Betancourt. El caudillo adeco como Presidente fue sanguinario, conformó una policía política para perseguir y asesinar militantes revolucionarios, fue servidor de los gringos, fue intolerante. Pero no fue un fascista.
Trivializar al fascismo es grave, mucho más cuando se hace desde el canal del Estado.