En el caso estadounidense, las repercusiones de tamaña crisis tocan los cimientos de una sociedad que se sintió segura, producto de la explotación y la dependencia de los países del Tercer Mundo, pero que -ahora- es víctima de la incertidumbre. Sus ciudadanos saben que esta crisis capitalista no se limita nada más al mercado hipotecario sino que se extiende también a todas las formas de crédito al consumo, las tarjetas de crédito, los créditos a las empresas, el mercado de acciones y su financiamiento y, en un nivel superior, la financiación de la compra, liquidación y reestructuración de muchas corporaciones. Esto los hace mostrarse renuentes a aceptar el plan de rescate o de salvataje presentado por la administración Bush, ya que la consideran una privatización de las ganancias y la socialización de las pérdidas derivadas de esa crisis, o lo que es lo mismo, un rescate de los banqueros ricos y no de los deudores pobres. En esencia, algunos economistas estadounidenses se oponen al concepto del rescate bancario porque el plan es un subsidio a los inversionistas al costo de los contribuyentes.
De todo esto, se concluye en que el neoliberalismo económico ha quedado al descubierto, resultando ser una gran falacia para el progreso. Al mismo tiempo, las secuelas negativas del libre mercado echan por tierra la presunta eficacia de las recetas del llamado Consenso de Washington, diseñado y puesto en marcha a principios de los años 90 del siglo pasado por el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial. Con esta iniciativa neoliberal se pretendía alcanzar el crecimiento de los países en desarrollo, recomendándoles, entre otras cosas, la flexibilización laboral y la privatización de las empresas del Estado y de los servicios públicos, incluida la educación y la salud. Ahora el Presidente Bush y sus asesores económicos piden intervenir el mercado, contrariamente a las recomendaciones hechas a los países víctimas de la debacle de sus economías dependientes, lo cual confirma la tesis esgrimida por algunos gobernantes de tendencias izquierdistas y progresistas de controlar el aparato económico y sus fluctuaciones.
Asimismo, está demostrado que el viejo Estado burgués sólo responde a intereses de la clase capitalista, por lo que será necesario sustituirlo por completo por uno que sí responda a la gran mayoría de los ciudadanos. Tal como lo indica Jorge Altamira en uno de sus análisis, “bancos, mercados de capitales y sistemas monetarios han servido para separar hasta proporciones o niveles desconocidos, el valor de cambio de las mercancías producidas (y de toda actividad social en general) de su valor de uso social; al capital del trabajo; a la producción de la acumulación, para darle en definitiva esta dimensión colosal a la crisis. El Estado no es la solución del problema sino parte de él, y es por eso que el derrumbe actual es, ya mismo, potencialmente revolucionario”. Esto último pudiera promover conflictos a escala interna y, posiblemente, mundial porque sería preciso tratar de represar la alta conflictividad social que impondría el surgimiento de nuevas realidades, entre las de mayor peso, el derrumbe del capitalismo, cuestión que -a pesar de lucir remota- cambiaría radicalmente la sociedad que conocemos.-