Hace unos meses escribí algo sobre este tema tan desgarrador; no sé cuántos lo leyeron, pero no ocurrió nada. Ahora bien, yo no escribo solamente para expresar una opinión, sólo para hacerme sentir. Voy a llevar mi planteamiento hasta las últimas consecuencias, pues para algo he sido Premio Nacional de Humanidades: yo le debo mucho a esta hermosa Patria.
No es posible que nos matemos subiendo y bajando de los vagones del Metro; se lo digo especialmente a los jóvenes, quienes parecieran solazarse con ese pandemónium.
Un país sadomasoquista no sirve para nada; no se puede aspirar a ningún futuro mejor. Para ello, la mutua enemistad -prevalente en algunos sectores- debe transformarse en solidaridad recíproca. Lo otro es simplemente un caótico desmoronamiento de nuestra identidad nacional.
Aún estamos a tiempo para reconquistarla: comencemos pues por lo más fácil, respetando nuestro derecho a la vida. Inspirémonos en nuestras tradicionales comunidades indígenas y afrodescendientes, donde todavía no impera ese tan feo resentimiento de todos contra todos.
También me dirijo, nuevamente, a los estimados amigos y amigas que laboran en el Metro. Ellos merecen y obtendrán todo nuestro apoyo en sus justas reivindicaciones, en medio de sus admirables luchas gremiales intersectoriales. Pero también, es necesario, más que necesario imprescindible, que estos dignos y dignas trabajadoras nos ayuden a los infortunados pasajeros, que exponemos nuestras vidas cada vez que nos disponemos a intentar cruzar la raya amarilla. Ellos y ellas podrían hacer muchísimo por nosotros.
Rescatemos el tejido social: lo pido de todo corazón.