Era aún un niño, cuando mi papá administraba el único sellado del 5 y 6 que existía en mi pueblo; sin embargo, ya tenía edad suficiente como para “hacer mandados”. Un sábado en la tarde, al iniciar el cierre de caja, mi papá me envió a una bodega cercana para comprarle algo que requería para enviar los formularios a Caracas.
Al regreso, me encontré tirada una cartera marrón, entre las piedras que constituían el pavimento de la calle que separaba el sellado del lugar de compra. La tomé nerviosamente y la escondí entre el pantalón, para que nadie la viera. Le entregué “el mandado” a mi papá y corrí hasta el “cuarto” y me introduje bajo la cama; con la emoción propia del niño que cree haber encontrado un tesoro.
Mi sorpresa fue mayúscula, porque en el interior de la cartera se hallaban cuatro billetes de cien bolívares y uno de veinte, y no pude encontrar documentos de identificación. Si cuando tenía un bolívar, no sabía en que gastarlo, ¿qué podría hacer con tanto dinero? Con el corazón a punto de salirse del pecho, me golpeé la cabeza con el borde de la cama, al tratar de salir para entregársela a mi papá. Le expliqué lo ocurrido; él la revisó y tampoco consiguió ninguna identificación. “Estoy seguro que el dueño pronto vendrá a buscarla”, afirmó con esa seguridad que lo acompañó toda la vida.
Al poco rato, un señor muy nervioso preguntó si por casualidad alguien se había conseguido una cartera, que describió como aquella que yo había encontrado y que mi papá guardaba; aún así, éste le preguntó si tenía dinero y el señor le respondió que contenía “cuatro billetes de cien y uno de veinte”. Mi papá insistió en preguntar si poseía “papeles” y el señor respondió que sí, que estaban bien guardados. Confiado en su afirmación, se la entregó para que lo confirmara.
Emocionado la tomó en sus manos, la abrió; giró uno de sus compartimientos y demostró ser su legítimo dueño, al extraer los documentos de un sección secreta. Mi papá me señaló como el héroe del momento y el señor me premió con el billete de veinte, que lo entregue a mi papá, porque él era el experto en manejar “grandes fortunas”.
Mi papá pudo haberse quedado con el dinero y no lo hizo; la situación era “un arca abierta, en donde hasta un justo podía pecar”, como él acostumbraba a señalar las tentaciones mundanas en las cuales es fácil caer en aquellos tiempos en los cuales no existían (al menos en mi pueblo) más cajas fuertes que la del único banco.
Igual ocurre en la gestión de entes gubernamentales en los cuales la “administración discrecional de bienes” lleva a algunas personas a disponer de ellos como si fueran propios, o a darse “premios personales” por “lo buenos que han sido en su trabajo”. En la mayoría de los casos, a buscar una “tajada” por facilitarles su curso hacia terceros, que algunas veces resultan ser sus socios.
No se trata del sistema social dentro del cual se maneje la cosa pública; puede ser “capitalismo salvaje”, o “socialismo hipócrita”; es la actitud de quién viendo “el arca abierta” considera conveniente aliviarle el peso para que la carga le sea más liviana a quien le suceda.
Pueda que sea “justo” al distribuir equitativamente lo extraído entre sus más allegados y considerar que “no peca”, porque “los demás también lo hacen”; que siempre será preferible que lo llamen “vivo” –en la administración pública no hay ladrones–, a pasar el resto de la vida señalado como “pendejo”.
Tal vez sólo seamos pendejos quienes aún creemos que la administración pública puede ser medianamente pulcra, lo cual resulta bastante difícil; pero, por lo menos, ¿será algún día efectiva? Porque lograr que sea eficiente, es imposible; ya que es “un arca abierta” y los recursos siempre serán inadecuadamente utilizados.
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