Los atentados del jueves 7 en Londres, coincidiendo con la realización de la cumbre del G 8, ponen de relieve el fracaso de la estrategia de la administración de George W Bush -acelerada luego de los atentados del 11 de septiembre de 2001- para combatir el terrorismo, disuadir a los potenciales adversarios y revertir el declive de la superpotencia.
Aunque Londres era un objetivo largamente anunciado por los terroristas, la brutalidad de los atentados y su coincidencia con la cumbre de los países más desarrollados pone en negro sobre blanco que el camino elegido por la administración republicana no es capaz de desalentar a los terroristas. Este nuevo sacudón llega en un momento delicado para la política exterior de la Casa Blanca, cuando a sus fracasos para estabilizar la situación en Irak y Afganistán debe sumarse el resonante triunfo del ala más radical y antiestadounidense en las recientes elecciones en Irán, y luego el acuerdo de cooperación estratégica entre Rusia y China firmado hace apenas unos días en Moscú por Hu Jintao y Vladimir Putin.
A estos rotundos fracasos, que ponen en cuestión algunos de los ejes de la guerra antiterrorista de Bush -como el despliegue de bases militares en Asia y el freno a la proliferación de armamento nuclear- deben sumarse algunos problemas internos, más graves que la consistente baja en la popularidad de la gestión republicana y las crecientes grietas en la opinión pública al anterior masivo apoyo a la invasión de Irak.
Cartuchos quemados.
Cuando luego de los atentados a las Torres Gemelas en Nueva York y a la sede del Pentágono en Washington, la Casa Blanca anunció su guerra total contra el terrorismo, estaba dando un paso en falso. Si bien tenía la imperiosa necesidad de dar una respuesta contundente, dirigida tanto al terrorismo y a sus eventuales desafiantes como a la opinión pública nacional, el despliegue militar en Afganistán y luego en Irak implicaba quemar en un par de jugadas todos los cartuchos de que dispone la primera potencia militar del mundo.
En efecto, la doctrina militar estadounidense ideó hace años una estrategia consistente en desarrollar su capacidad bélica para enfrentar dos grandes guerras de forma simultánea. Casi cuatro años después de los atentados del 11 de septiembre, los militares estadounidenses están dispuestos a revisar esa ambiciosa estrategia ante los fracasos que está cosechando.
En su edición del martes 5, The New York Times informó que el Departamento de Defensa estudia abandonar la doctrina de las dos guerras simultáneas, ya que la ocupación a largo plazo de Irak, en la que mantiene desplegados 138 mil soldados, consume buena parte de los recursos militares. Según el diario, altos estrategas de la defensa sostienen que se debe “emplear más a las fuerzas armadas en el combate al terrorismo y en la defensa de la patria”, lo que implica “menos aviones y armas y más unidades especializadas pequeñas, así como más especialistas en idiomas y servicios secretos”, según la agencia DPA. Los estrategas citados son conscientes de que este cambio implica poner “patas arriba” toda la planificación militar, “desde el equipamiento hasta el personal”.
Como suele suceder en estos casos, Vietnam es un buen ejemplo, y los militares son los primeros en percibir los enredos a que los lleva una política como la pergeñada por la Casa Blanca. En los hechos, la guerra contra el terrorismo en la versión Bush ha empeorado la situación de Estados Unidos en el mundo, no ha conseguido disminuir ninguno de los riesgos ni problemas que pretendía eliminar, y le ha granjeado aun mayores enemigos y problemas más serios.
Ningún objetivo cumplido.
Entre los principales objetivos de la guerra contra el terrorismo figuraban: poner orden en Oriente Medio y reconfigurar el mapa político de la región; controlar las existencias mundiales de petróleo y asegurar que no se interrumpiera el suministro; instalar un gobierno estable y amigo en Irak; evitar la proliferación nuclear; y rodear el poderío militar de Estados Unidos de aliados sólidos de modo que no pueda ser desafiado por potencias emergentes.
Parece evidente que nada de esto se ha conseguido. El paso primero, y más sencillo si se quiere, que consistía en “pacificar” Irak, es un fiasco. El segundo, y elemental, que consistía en distender las relaciones con Irán, acaba por escapársele de las manos con la derrota de los reformistas y el triunfo del ala más antiestadounidense. Tampoco consiguió Bush impedir que más y más países se sumen al club nuclear, toda vez que no fue siquiera capaz de impedir que la pobre y aislada Corea del Norte, que posee entre tres y ocho armas nucleares, se someta a los dictados de Washington. Un fracaso que, fuera de dudas, alentará a otros países a seguir sus pasos.
En cuanto al petróleo, la desventaja estratégica de Estados Unidos no ha hecho sino aumentar, en vista de la inestable situación en Irak y de los recientes acuerdos Moscú-Pekín que tienen en el suministro de hidrocarburos siberianos uno de sus ejes. Por último, nunca tuvo Washington tan pocos amigos y tantos enemigos, sobre todo desde el momento en que su poderío militar ha dejado de ser una baza capaz de intimidar.
Un buen ejemplo del cúmulo de problemas que enfrenta Bush es la situación por la que atraviesa en América Latina. En los cuatro últimos años se ha registrado un vuelco espectacular, ya que surgieron o se consolidaron gobiernos críticos hacia Washington; sus aliados se debilitan, y fracasan dos de los proyectos estrella de la Casa Blanca en su ex patio trasero: el ALCA y el Plan Colombia. No es suficiente con decir que las intervenciones en Irak y Afganistán distrajeron la atención de Estados Unidos en el continente. La realidad es que toda la arquitectura del Consenso de Washington se vino abajo en apenas cinco años.
Los últimos pasos de la superpotencia en la región, luego de las giras de este año de la secretaria de Estado, Condoleezza Rice, y del jefe del Pentágono, Donald Rumsfeld, señalan que en Washington atraviesan una profunda crisis de ideas: el desembarco de marines en Paraguay y la posible construcción de una gran base militar en ese país, pueden “resolver” problemas inmediatos, pero a costa de agravar el rechazo a la injerencia de Estados Unidos.
En efecto, el desembarco en Paraguay y la probable instalación de una gran base militar en el Chaco (a 200 quilómetros de la frontera con Bolivia), ataca dos problemas del Comando Sur del ejército estadounidense: ubicar tropas en una zona evaluada como caliente y en la que hay grandes reservas de hidrocarburos (norte argentino y Bolivia) y la mayor reserva de agua dulce del mundo (Acuífero Guaraní), a la vez que le abre a Brasil, primer problema de Washington en la región, un “segundo frente” en el suroeste cuando el gigante sudamericano está desplazando tropas hacia el noroeste para cerrar su frontera al derrame de la guerra colombiana sobre la Amazonia. “Distraer” a Brasilia es uno de los objetivos primordiales de Bush, ya sea debilitando al gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva o mellando su política exterior, que acaba de hacer naufragar sus planes andinos en Ecuador (véase BRECHA, 27-V-05).
El precio del militarismo.
Los últimos festejos del 4 de julio, fecha nacional de Estados Unidos, se registraron en un clima de militarismo y nacionalismo. Según Jim Lobe, corresponsal de la agencia IPS en Washington, este clima está siendo detectado y criticado desde flancos diversos pero convergentes.
El coronel retirado Andrew Bacevich, en un ensayo titulado El nuevo militarismo estadounidense, sostiene que el enamoramiento de la población con la guerra representa un peligro para las propias fuerzas armadas, “a medida que los políticos les asignan la solución de problemas que antes les eran ajenos”, y también “un peligro para los ideales republicanos sobre los que Estados Unidos fue fundado”.
Bacevich es un militar de carrera graduado en la academia de West Point, es veterano de la guerra de Vietnam y asiduo colaborador de revistas conservadoras. Así y todo, sostiene que al fin de la Guerra Fría tanto liberales como conservadores “se enamoraron del poder militar”, de modo que “hasta un grado sin precedentes en la historia, los estadounidenses han llegado a definir la fuerza y el bienestar de la nación en términos de preparación y acción militar”.
No es ningún secreto, y es el eje de la política de la administración Bush, que el declive estadounidense pretende ser aplazado, revertido o congelado (las opciones dependen del grado de optimismo o escepticismo de cada uno) apelando al dominio militar.
Al hilo de los recientes atentados en Londres, puede leerse el fracaso de Washington en los términos con los que Immanuel Wallerstein recibía, a comienzos de este año, el segundo mandato de Bush: “Estados Unidos ya era una potencia hegemónica en declive cuando Bush llegó al poder en 2001. Buscando restaurar la posición mundial estadounidense durante sus primeros cuatro años en el cargo, Bush agravó, de hecho, la situación. En este segundo período, Estados Unidos (y Bush) cosecharán la locura que sembraron”.
*Raúl Zibechi - Periodista uruguayo, analista internacional
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