Colombia. Defensores de la corrupción

Se están pronunciando voces muy autorizadas dentro del poder mediático en torno al tipo de gobernabilidad que se practica en estas democracias imperfectas, últimamente llenas de votos en torno a unos malandrines que confunden la auténtica democracia con la cantidad de personas que aplauden sus felonías.

Si ese fuera el caso, deberíamos concluir que el juicio a Jesús de Nazaret fue justo, pues lo impuso la mayoría a petición de Pilatos por encima de Barrabás; o que, en el pasado reciente, no existieron gobiernos más democráticos que Hitler en Alemania, Mussolini en Italia y Franco en España; o que Perón en Argentina, Rojas Pinilla en Colombia, Pinochet en Chile y Fujimori en Perú, para hablar sólo de los más recientes y recordados dictadores de la historia rodeados de furibundos seguidores y de atroces delitos de lesa humanidad que por lo visto, y para estos analistas resultarían perdonables dado que fueron cometidos por mandatarios que tenían en su momento un alto grado de popularidad.

La democracia no es sólo la mitad más uno, sino también y especialmente, la legitimidad de las acciones que en nombre de esa democracia se emprendan en los distintos campos de los poderes que sostienen y refrendan en el día a día la democracia: El Ejecutivo, El Legislativo y el Judicial, según Montesquieu.

Para los comentaristas que han dado en reconocer la democracia sólo por la cantidad de votos que en un momento dado pueda congregar en torno a su imagen un determinado gobierno, parece importarles un bledo que para perpetuarse en el poder, el presidente colombiano, Álvaro Uribe Vélez, haya sobornado al Congreso para autoexpedirse una reforma constitucional que le permitía encarar su reelección inmediata.

Es de suponer que estos comentaristas también deben dar por justificado que para alcanzar el poder el mandatario de hoy haya apelado a todas las formas de lucha incluyendo esa que en su discurso indómito condena en las Farc con el mote de terroristas.

Tampoco debe importar a estos pontífices de la neodemocracia que la justicia en Colombia circule en la misma dirección a donde apunta el índice del Presidente, como en el caso de los 14 paramilitares que rapó a la justicia colombiana y decidió extraditar a Estados Unidos; que la Fiscalía General sea un apéndice de la Presidencia; que la Corte Constitucional contradiga con frecuencia sus doctrinas, según los intereses del loado jefe de Estado; que todos los poderes del Estado que precisamente soportan la democracia hayan perdido sus contrapesos gracias a la reelección del ubérrimo. En este mismo orden de ideas, es por lo que ahora consideran un exabrupto que la Corte Suprema de Justicia haya condenado a quien motu proprio y expresa confesión dijera que vendió su voto a instancias de altos funcionarios del gobierno para poder cambiar el “articulito” que impedía la reelección del Señor Mayoral.

Eso es común y corriente en Colombia, están diciendo, y es cierto. Fue el mismo argumento que en su momento este comentarista esgrimió, no como defensa de los dineros del narcotráfico que entraron a la campaña de Samper, sino como denuncia de que Estados Unidos quería enervar el mandato de Samper no por la forma en que había sido conseguido sino por su intención de frenar la apertura económica que de puertas para dentro y de condiciones tan favorables a los capitales extranjeros y las multinacionales gringas había aprobado su antecesor, César Gaviria, el mismo que hoy se opone desde la dirección del Partido Liberal a la reelección de Uribe pero que bajo la mesa empuja su propia reelección.

Sí, lamentablemente tienen razón. El poder en Colombia ha sido una farsa; siempre ha estado en manos de una sociedad de sátrapas, antes de y después que los genios de Lleras Camargo y Laureano Gómez se inventaron el Frente Nacional para repartirse la marrana por 16 años, o que el presidente Lleras Restrepo, el más venerable y respetado por todos en el siglo pasado, decretó toque de queda para birlar el triunfo de Rojas Pinilla en las elecciones de 1970, tramoya electoral que este consintió a cambio de unas prebendas que todavía usufructúan sus herederos.

Como a través del cohecho es como se ha amarrado la gobernabilidad en Colombia, comentaristas como los afamados Rangel y Mauricio Vargas han dado en decir que la Corte metió las patas condenando a Jidis y usurpó funciones pidiéndole a la Corte Constitucional que revisara la legalidad de ese acto legislativo que en tal forma y manera permitió la reelección inmediata del presidente Uribe.

Y uno lo que piensa es que la Corte Suprema debe concluir la obra, pues, basada en esas denuncias de Rangel y Vargas, debiera pedirles por el bien del país que oficializaran esa denuncia que ahora hacen pública, amparados en la libertad de opinión, a ver qué es lo que tanto saben de esa linda historia de cohechos en Colombia con los que incentivan a los honorables padres de la Patria para legislar en bien del país sólo a tenor de la dádiva gubernamental, bien en efectivo o bien en especie.

Quienes andan condenando a la Corte (la Suprema) porque intenta el esfuerzo de purificar el ejercicio democrático en Colombia, quizás también justifiquen mañana una eventual dádiva del gobierno a distinguidos periodistas para estimular el comentario a su favor, y en todo caso, quien justifica un medio perverso para alcanzar un fin, por meritorio que sea, es alguien quien ha perdido la moral, y si además, ese alguien detenta el muy honroso cargo de comunicador social, es alguien, entonces, que anda justificando la construcción de una sociedad desprovista de sentido moral.

Aunque, para ser realistas, yo creo que ya lo consiguieron.


oquinteroefe@yahoo.com


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Octavio Quintero


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