Conozco al camarada Juan Pabón, aunque tengo algunos años que no nos vemos y ni siquiera conversamos por vía telefónica o de otra naturaleza. Pregunto por él a otros camaradas y también por el resultado de ese extraño secuestro. Digo extraño, porque es un secuestro que no ha podido ser fruto de un estudio económico minucioso de esa familia si se trataba de solicitar dinero a cambio de su liberación. Conozco su finca que, sin duda, está ubicada en una región tachirense de naturaleza muy hermosa, de un clima sumamente agradable, con una modesta casa pero que nada, de su interior, demuestra que pertenece a una familia rica. Ninguna familia pudiente, de suficientes recursos económicos deja que sus hijos sean trabajadores asalariados en instituciones donde no tienen posibilidad alguna de llegar a ser figuras descollantes de la administración pública, salvo que rotos los lazos familiares los hijos se lancen a la calle para hacer su vida como cualquier ciudadano sin medios de producción y sin ninguna riqueza económica acumulada o heredada. De otra parte, sabiendo del amor de una madre por sus hijos y siendo, al mismo tiempo, la señora Ana la dueña de la finca, lo lógico pensar es que la hubieran soltado, por lo menos, para que se moviera en conseguir el dinero solicitado a cambio de la libertad de su hijo José y de su amigo Germán. Por otro lado, el malandro común y corriente, ese que se droga a cada instante y se desespera cuando no tiene medio en el bolsillo, asalta a cualquier transeúnte o buseta que se le atraviese en su camino, no se propone secuestro donde tenga que permanecer con la víctima días o semanas enteros esperando el pago del rescate como tampoco tiene la capacidad logística para tal finalidad. No fueron, en mi rústica manera de ver las cosas, choros de escala inferior quienes secuestraron a la señora Pabón, a su hijo José y su amigo Germán. Pero, al mismo tiempo, no poseo ni idea de quiénes han podido ser los autores de tan abominable hecho. Lo que sí sé es que guerrilla no fue, porque ese modus operandi de llevarse a la madre, el hijo y un amigo no es productivo por razones de alta seguridad para lograr el cometido económico y, mucho menos, si la primera es quien tiene la potestad de mover los recursos monetarios.
Sé que el camarada Juan Pabón ha pasado y –de seguro- está pasando por momentos muy difíciles, incluso de profundas confusiones y contradicciones internas en relación, incluso, con el proceso revolucionario que vive el país y el cual ha apoyado desde su comienzo. El hecho mismo que pasen los años y no haya tenido una satisfacción real del paradero de su madre, su hermano y su amigo, lo han hecho pensar largo y pausado, unas veces, pero, en otras, de manera atropellada sobre la efectividad del Estado para dar respuesta a sus inquietudes. Es un juicio particular respetable pero no es justo juzgar por la conducta de unos pocos al sueño y la esperanza de los muchos. Por supuesto, hay que estar dentro de la cabeza y del corazón del camarada Juan Pabón para saber con exactitud el martirio de una persona que es sometida a la incertidumbre constante, inhumana y desesperante de no conocer el destino de unos seres queridos que un día fueron arrancados, por la fuerza bruta o violenta, de su hogar y hasta la fecha no han regresado y, especialmente, por una delincuencia organizada que necesita con desesperación el resultado favorable más inmediato posible. No son unas semanas o unos pocos meses, sino seis larguísimos años y un poco más donde la mente de los afectados, por tanto amor a su madre y a su hermano y hasta a su amigo, no distingue cuándo es de día o cuándo es de noche, cuál es el más intenso es de los dolores, cuánto se sufre despierto en largas noches de insomnio en una oscuridad sin aparecer la luz que es la libertad de la madre, el hijo y el amigo..
No es difícil adivinar que la señora Ana, su hijo José y su amigo Germán ya no existen físicamente en ningún lugar de este planeta, donde el secuestro se ha convertido en un lucrativo negocio para quienes se enriquecen sobre el sufrimiento de los secuestrados, de sus familiares y amigos y la preocupación de un Estado que se ha propuesto construir una sociedad digna de todos sus ciudadanos y ciudadanas. Es muy doloroso para el camarada Juan Pabón y sus hermanos aceptar tan cruda y terrible realidad o verdad.
Es un caso realmente extraño y misterioso. Nadie, ni en lo personal ni en lo grupal, secuestra a una persona con fin económico para mantenerla de por vida en cautiverio sin hacer contacto con familiares o amigos para exponer su solicitud de rescate. Eso sucede en la política pero no en la economía, como tal aconteció con el camarada Ilich Ramírez, secuestrado por policías franceses en otro país, trasladado a Francia y condenado a cadena perpetua. Pero en todo caso, apareció vivo. Sin embargo, queda completamente descartado que el secuestro de la señora Ana, su hijo y su amigo, haya sido motivado por un carácter político por cien mil razones que no vienen al caso detallar. Todo resulta, más bien, inclinado a un hecho delictivo de una característica especial; es decir, parece que hubo como si se hubiese manifestado el hecho verídico o real que la señora Ana, su hijo o su amigo (los tres al mismo tiempo o por separado) reconocieron a alguno o algunos de los secuestradores y éstos se apresuraron a asesinarlos para no sentir el peligro de ser descubiertos, denunciados, capturados, juzgados y condenados a prisión.
No tengo ninguna autoridad ni soy nadie para solicitarle al camarada Juan Pabón que se resigne a aceptar que su madre, su hermano y su amigo ya fueron asesinados desde hace tiempo. En nada eso mitigaría su dolor y, menos, su indignación. Sin embargo, él y sus hermanos sobrevivientes tienen que seguir la vida, cargar con ese pesado dolor a cuesta, superar en un momento más que otro los estallidos del sufrimiento, buscar la normalidad aunque sientan que se les rasga la piel y enfrentar con estoicismo las cuantiosas probabilidades de soñar, por lo menos periódicamente, con sus seres queridos desaparecidos. Eso es una eternidad que ni se buscó ni se deseó. Quienes asesinaron a la señora Ana, su hijo y su amigo, saben exactamente todo el sufrimiento que han causado a los familiares sobrevivientes, la tragedia que les han legado. Eso no les importó absolutamente para nada, aunque conocían al detalle que no era una familia rica. Son unos asesinos natos y netos. No tengo idea en qué punto o raya del psicoanálisis de Freud o de Reich pudieran ser ubicados esos criminales como tampoco en los análisis psiquiátricos de Herrera Luque. Actuaron como si hubiesen sido miembros de la GESTAPO persiguiendo y asesinando comunistas o judíos. Llevan en su entraña esa espina de culpabilidad que les va a ir haciendo sangrar el sueño pensando sobre su destino final. Por muy perverso y gozón que sea el asesino con el sufrimiento ajeno, todo el tiempo no estará exento de su propio dolor. Claro, eso no compensa ni mitiga el dolor de los que sobreviven a una tragedia familiar como le ha acontecido al camarada Juan Pabón como tampoco exonera al asesino de su acto abominable. Un asesino que corona su tenebroso trabajo de eliminar a víctimas seleccionadas por un cerebro que se los ordena se convierte, inmediatamente, en un foco de perturbación mental para quien o quienes lo contratan. La muerte le ronda de día y de noche. Creo, no estoy seguro, fue el conde de Sade quien contrató a dos personas para que lo mataran y lo enterraran pero, al mismo tiempo, contrató a otros dos para que asesinaran a los dos que le darían muerte y de esa manera nunca se supiera el lugar de su sepultura.
Por lo demás, a seis años y más de la desaparición de la señora Ana, su hijo José y su amigo Germán, todos los gestos de solidaridad y de comprensión al dolor del camarada Juan Pabón y sus hermanos sobrevivientes a esa terrible tragedia, tienen la bendición de la sincera amistad, aunque sólo resulte efectiva en momentos de particularidad y no en el constante devenir del tiempo que aún les queda de vida, que deseamos sea muy largo y que traumas extraños no se apoderen de su concepción de la historia humana –en lo general- y de su convivencia social –en lo particular-.