El voto paritario en la Universidad

La nueva Ley Orgánica de Educación, en su Artículo 34, Numeral 3, abre el debate acerca del tan polémico voto paritario para la elección de las autoridades universitarias. Sin embargo, habría que aclarar a qué se refiere el voto paritario, porque una cosa es la concepción en la cual cada persona es un voto, sea profesor, empleado, obrero o estudiante; y otra muy distinta es otorgar derecho de voto a todos pero manteniendo paridad entre los sectores independientemente del universo de votantes que reúna. Puestos a escoger, nos decantamos por la segunda interpretación en aras, justamente, de la paridad; sin embargo, en este trabajo, supondremos que la paridad referida en la ley obedece a la primera interpretación, donde cada persona es un voto.

Son muchos los argumentos que se han esgrimido a favor y en contra de esta propuesta. Desde la visión elitista de que los profesores no deben igualarse al resto de los miembros de la Universidad, pasando por argumentos más pragmáticos relacionados con la desproporción numérica entre los colectivos participantes (10 a 1 en el caso de estudiantes y profesores), hasta los que arguyen que esta paridad supone, por defecto, una profundización de la democracia universitaria.

Primero que nada, creo que la aparición de la exigencia del voto paritario en las universidades es una consecuencia de las perversiones derivadas del electoralismo universitario. El proceso de escogencia de nuestras autoridades se ha convertido en un oscuro juego electoral donde brillan por su ausencia los programas y pululan las componendas políticas, las maquinarias electorales, las presiones, los pases de facturas, la repartición de prebendas, el clientelismo, el amiguismo y el nepotismo. El voto pasó de ser una expresión de participación democrática, a ser un instrumento de ejercicio de poder y de acceso a los que concentran el poder y, en consecuencia, un instrumento de exclusión de aquellos sin derecho a votar. En este contexto, es fácil comprender que empleados, obreros y estudiantes, desde su óptica gremialista, interpreten la conquista del voto paritario como una conquista legítima y hasta progresista.

Sin embargo, más allá del ejercicio de egoísmo grupal que suponen la mayoría de las luchas gremiales, sea el gremio que sea, lo que debe ser motivo de nuestra atención es si esta reforma contribuye al mejor funcionamiento de la Universidad, que debe ser el objetivo último y verdadero de cualquier reforma universitaria.

Sin duda, el ejercicio del voto por parte de sectores hasta ahora exentos del mismo produciría, en el corto plazo, una incertidumbre en los grupos de poder enquistados en la universidad. De allí su férrea resistencia a semejante propuesta. Sin embargo, nuevamente insisto, nuestra preocupación fundamental, más allá del circunstancial y deseable desbalance de poderes, debiera ser si esta reforma contribuiría a mejorar, a mediano y largo plazo, a la Universidad como institución.

El electoralismo universitario, concentrado en los profesores y con participación estudiantil minoritaria (25%), no ha contribuido al buen funcionamiento interno de las universidades. Las elecciones tienden a fragmentar la universidad en parcelas locales de poder que paraliza las instancias de decisión. Cada feudo exige sus prebendas a cambio del voto que administra y las negociaciones políticas por el voto allanan el camino para la flexibilización de las normas y el relajamiento de las exigencias académicas. No logro imaginar cómo el voto paritario puede mejorar esta situación, agregando al negociado electoral nuevos sectores con apetencias de poder propios. Ya puedo imaginar la negociación, a expensas del voto, de convenciones colectivas impagables amparadas por la autonomía universitaria. Ni pensar en aquellos “dirigentes” estudiantiles que hoy controlan, gracias a su minoritaria participación electoral, ingentes recursos correspondientes a partidas de servicios para los estudiantes. Su voracidad crecería en la misma proporción en que aumente su capacidad para controlar votos.

La solución a la disfuncionalidad organizacional de las Universidades, desde nuestro punto de vista, no pasa por universalizar el voto. A nadie se le ocurriría, por ejemplo, que la solución al problema de administración de justicia en Venezuela sea que el presidente del Tribunal Supremo de Justicia fuese electo por todos los abogados, jueces, escabinos y secretarios de tribunales. Ello lejos de adecentar la administración de justicia, incrementaría el ruido y la entropía alrededor de las decisiones judiciales.

Una institución con una misión específica, académica en el caso de las Universidades, no puede heredar los mismos instrumentos de escogencia de autoridades que una sociedad, donde la diversidad de corrientes de pensamiento impide establecer una misión concreta más allá de la abstracción que supone la búsqueda de la felicidad y el bienestar de todos sus ciudadanos. Misión que posee múltiples enfoques distintos, algunos de ellos antagónicos entre sí. Es por esta razón que, en una sociedad, el voto paritario y universal en la elección de sus gobernantes opera como el único mecanismo, ideado hasta ahora, para legitimar la gobernabilidad, por encima de la diversidad.

No se puede extrapolar este esquema a una institución con una misión específica. De ser así, no podrían existir cadenas de mando en las fuerzas armadas, ni jerarquías en los poderes del estado. Al momento de elegir al presidente de la Asamblea Nacional, por ejemplo, no votan los asistentes, secretarias y choferes de los diputados, y eso no los hace menos ciudadanos que estos últimos, ni hace menos democrático ni funcional al poder legislativo; es sólo una cuestión de distribución de roles en un contexto determinado para el mejor funcionamiento de una institución con una misión específica.

Consideramos más importante que el voto paritario la desconcentración de los poderes (ejecutivo, legislativo y disciplinario) a lo interno de la institución, actualmente concentrados en una única instancia, el Consejo Universitario. Démosle más responsabilidad a los órganos ejecutivos para que deban rendir cuenta de sus decisiones sin escudarse en sus respectivos Consejos (universitario, de facultad, de escuela). Mantengamos los Consejos como instancias esencialmente legislativas y démosle competencias para auditar la gestión de sus órganos ejecutivos. Otorguemos a los empleados administrativos y obreros su propia estructura organizacional donde puedan hacer carrera y puedan ascender por sus propios méritos y competencias, evaluados por sus pares sin la desproporcionada injerencia de los docentes. Concentremos a los docentes en torno a las decisiones académicas y otorguemos a nuestros empleados la confianza para gestionar los aspectos administrativos de la institución. Si afinamos los roles y competencias de los diversos actores de la institución, quitaremos poder de exclusión al voto y, quizá, la participación paritaria de todos los sectores en las elecciones universitarias será más beneficiosa que dañina para la Universidad.

Debemos establecer nuevas estrategias de selección de autoridades, no intentando imitar los mecanismos electorales de la sociedad, sino garantizando un mínimo de cohesión organizativa que permita el cabal cumplimiento de la misión universitaria ante una sociedad que se pretende cada día más solidaria, más justa y más equitativa.

(*) Profesor-Investigador Asociado de la Universidad de Carabobo

jrodrigu@uc.edu.ve


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