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Por, (Caracas, 29-08-2005)
El papa Benedicto XVI acaba de reivindicar el extraordinario papel de la educación católica en el desarrollo y el progreso venezolanos. Cierto que en muchos casos, la educación católica, que no es un todo homogéneo, ha llevado la educación hasta sectores que no la habrían tenido sin su presencia. Sin embargo, aquí lo importante no es si se educó o se educa, sino para que se educó o se educa. Por lo general la formación que se recibe en estas casas de estudio tienen una característica, una especie de sello: la admiración por el modelo de organización social imperial, antes europeo y ahora estadounidense.
El hecho de que un país como Venezuela haya alcanzado la barrera psicológica del 2000 en tal estado de postración resulta tan conmovedor como inexplicable, dadas sus extraordinarias riquezas naturales y la presencia de un potencial humano de inequívoca fortaleza y desafía el modelo de construcción humana que hemos empleado, tanto el que ha usufructuado la educación católica, como el modelo general educativo, permeado en los últimos años hasta el tuétano y desdibujado hasta hacerlo irreconocible.
El sello de este modelo educativo es evidente. Si algo es recurrente entre los sectores que han tenido posibilidad de acceder a los servicios más exclusivos del sistema, esto es, su admiración, éxtasis y pasmo, ante la cultura del imperio. La comparación tácita entre lo mal que lo hacemos y las maravillas del norte es un rasgo dolorosamente común en estos sectores. La admiración por el colonizador pasa por el desprecio de nosotros mismos.
Realmente no son pocas ni exclusivas las causas de este fracaso. Sería un error atribuirlo exclusivamente a unos factores específicos sin abundar en la intrincada madeja de causas y efectos que han conducido al país hasta la situación en que la encontró el proceso de cambios que se viene verificando en el país, y qué, difícilmente alcanzará realización sino se modifican las estructuras del pensamiento social que impregnan el sistema educativo.
Probablemente el signo más claro del viejo modelo de educación colonial esté en el denominado comportamiento de la dependencia, atribuido, por activa y por pasiva, a la población como una suerte de predestinación étnica. El sistema educativo ha formado para la contemplación y el arrobamiento ante los modelos de sociedades desarrolladas. En cada corazón del educando venezolano se sembró la admiración y el deseo por llegar a ser como el otro, por “evolucionar” hasta “liberarnos” de lo que somos.
Así ha ocurrido también con muchos otros pueblos y razas del mundo. Existen similitudes impresionantes entre las características atribuidas a nuestros pueblos: pereza, indolencia, emotividad opuesta a la racionalidad, falta de motivación, superstición y una noción particular del tiempo, que adquiere una cierta elasticidad prolongando el presente mientras que el futuro es apartado lo más lejos posible.
La filosofía del sistema se atreve a explicar esta falta de motivación y participación haciendo un verdadero acto de prestidigitación, a través del cual las consecuencias son transformadas en causas, colocando, hábilmente, el mundo al revés. Un mecanismo de uso frecuente por los países del mundo desarrollado para explicar la ausencia de progreso en los pueblos colonizados, política, cultural y económicamente consiste en mostrarlos como reacios e indolentes para aprender el modelo de sociedad avanzada. Estas descripciones y explicaciones tienen ya una tradición: en primer lugar la que dieron conquistadores y colonizadores, y más tarde en un inmenso esfuerzo de propaganda que muestra las bondades del sistema social dominante.
Sin embargo, todos estos esfuerzos aparecen hoy convenientemente negados por los progresos de la antropología social y la psicología experimental que han demostrado suficientemente el origen cultural de estas conductas. El cuadro de expresiones antes mencionado debe ser considerado como la psicología de la pobreza y la dependencia, adscritos a un modelo colonial, así, esa especie de creencia en que otros tienen en sus manos el control de su propio destino, es consecuencia de un proceso de aprendizaje que se da en un ambiente frustrante, que provee modelos derrotistas y que es parte de una cultura particular: la cultura de la pobreza, la cual, más que de indicadores socioeconómicos, trata de un modo de vida y factores sicológicos mediante los cuales se transmiten valores y pautas de conducta.
Se asume así que los pobres son los responsables principales de su propia pobreza y agentes directos de su desgracia. El modelo educativo forma parte de un proceso de culpabilización de la víctima. Proceso que tiene como corolario lo que se puede denominar como ingratitud colonial. Según esta tesis, y en otros niveles de explicación, los países pobres, somos culpables de nuestro atraso porque no fuimos capaces de aprender de los países que nos colonizaron las estructuras generales que organizan una sociedad como: la economía, política, valores elevados, etc.
Debe admitirse la habilidad que tiene la filosofía del imperio. Si el imperio lo es porque tiene más fuerza y más técnica, al momento de justificar su progreso en contraste con la miseria de la periferia, la respuesta es definitivamente interesante: nuestra miseria tiene explicación en, no haber aprendido nada a pesar de la cantidad de años que tuvimos para aprender el modelo que tan “generosamente pusieron a nuestra disposición. En otras palabras, los países arrollados somos culpables de nuestro propio arrollamiento por ingratos. ¡Tanto tiempo que tuvimos para aprender y no lo hicimos! ¡Que indolentes y torpes somos! ¡Los pobres son pobres porque no pueden ser otra cosa sino eso!
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