En los años que han transcurrido desde que Hugo Chávez fue elegido por voluntad popular como presidente de la República Bolivariana de Venezuela, he tenido la oportunidad de conocer muchas personas que se consideran o autodenominan revolucionarios, e incluso dirigentes y líderes del proceso que estamos tratando de consolidar y establecer en nuestro país. El roce continuo en el devenir de nuestras múltiples actividades, me ha permitido conocer con cierta profundidad algunas de las particularidades de estos “revolucionarios”. Y, es muy curioso saber que algunos de los familiares más cercanos de estas personas, me refiero a hijos, hijas, esposas, andan por caminos muy diferentes a los caminos que deberían transitar los verdaderos revolucionarios. Una de las cualidades de un dirigente o líder, de mayor o menor rango, debería ser siempre el claro dominio de la palabra, conseguido a través de la discusión constante, la lectura y la educación, para poder divulgar las ideas revolucionarias y lograr que estas lleguen a donde queremos que lleguen. No se puede concebir un revolucionario que no lea, y no me refiero simplemente al meridiano o a la gaceta hípica, que no se instruya, que no busque incansablemente la manera de seguir avanzando en el conocimiento universal y en la adquisición de una cultura general, que le permita incorporarse a cualquier discusión o actividad de una manera activa y constructiva.
En las diferentes etapas de su vida y en los diferentes niveles de participación, el verdadero revolucionario debe ejercer su efecto de convencimiento y concienciación entre las personas situadas en su esfera de influencia, la cual, según mi humilde conocimiento, debe tener tres capas concéntricas en torno al núcleo (revolucionario); la primera y más próxima está conformada por sus familiares directos, la segunda por sus vecinos, amigos y familiares lejanos, y la tercera por sus compañeros de trabajo, sus conocidos y el resto de habitantes de su comunidad. A medida que nos alejamos del centro de este círculo, la influencia, por supuesto, se va diluyendo y disipando. El buen revolucionario debe empezar a construir su círculo de influencia en su propia casa, convirtiendo a los suyos en multiplicadores de las nuevas ideas, del pensamiento progresista. Para influir en sus vecinos, el revolucionario debe empezar por ser colaborador, altruista y un buen ejemplo para todos. No puede ser buen revolucionario quien llega borracho a su casa, maltrata a su esposa o a sus hijos, se querella con vecinos y no participa en las actividades sociales de su comunidad. Para influir en sus compañeros de trabajo, el revolucionario debe ser ante todo solidario con sus colegas, trabajar en equipo, participar activamente en las actividades gremiales, educativas y recreativas de la organización donde trabaja, ser puntual y preocuparse por la calidad del bien o servicio que produce o presta. En otras palabras, un buen revolucionario es sinónimo de buen esposo, buen padre, buen trabajador, buen compañero de trabajo y buen ciudadano en todo el sentido de la palabra.
Para poder ampliar y consolidar su esfera de influencia, el buen revolucionario debe convertirse en un motor de las actividades sociales en su comunidad, organizando y participando en asambleas, foros, reuniones y cualquier otra actividad tendiente a mejorar el país, empezando por el barrio o pueblo en que viva. El buen revolucionario debe empezar escribir en los medios comunitarios impresos y, si es posible, participar en programas de radio y televisión siempre que sea posible. Si al menos el 10% de los ciudadanos, convencidos de que es necesario y posible un mundo nuevo, se forman y se conducen como buenos revolucionarios, estaremos en el derrotero correcto; de otra manera, continuaremos arando en el mar. Porque no podemos dejar las riendas del país en manos de los políticos profesionales, de quienes ya se ha escrito mucho..
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