Durante décadas hemos oído en el ámbito de la izquierda que “hacen falta nuevas ideas”. Desgraciadamente, quienes insisten en ese punto no aportan ni una idea nueva. Bien al contrario, se repiten una y otra vez planteamientos bastante oxidados e inútiles. En general, incluso por parte de algunos que dicen ser marxistas, este llamado a las “nuevas ideas” no deja de ser una declaración subrepticia contra las supuestamente “viejas ideas” del marxismo, al que implícitamente se considera “obsoleto”. De esta manera se ponen en marcha conatos de organización no sobre una idea previa, sino sobre la idea de que hacen falta “nuevas ideas”. Esto sí que es primum vivere deinde philosophari.
La concepción
idealista sobre las ideas, valga la redundancia, presupone que estas
se producen por generación espontánea en las cabezas. Y que los avances
en la historia de la humanidad son fruto de esas secreciones cerebrales
de las mentes superiores. Pero la misma historia pone de manifiesto
que las ideas (es decir, las ideas correctas) provienen de la lucha
por la producción, de la lucha de clases y de la experimentación científica.
Esto es, que independientemente de que finalmente las exprese y formule
tal o cual persona, más o menos genial, las ideas son un producto social.
Es fácil de
entender. En la antigua Grecia se conocía la fuerza del vapor. La idea
de aplicarla al trabajo ni se les pasó por la cabeza. Aristóteles,
como explica Marx en El Capital, estuvo a punto de descubrir la ley
del valor. Pero, como esclavista, no podía concebir que en la forma
de los valores de las mercancías todos los trabajos humanos se expresaran
como iguales. La misma figura de Marx es impensable sin el desarrollo
del capitalismo. Y sin apoyarse en los pilares previos de la economía
política inglesa, la filosofía clásica alemana y el socialismo utópico
francés.
Las ideas aparecen
cuando son socialmente necesarias. Como explicaba Engels, “una sola
necesidad práctica hace avanzar a la ciencia más que diez universidades”.
Pero para poder nacer, para poder ser “nuevas”, las ideas deben
apoyarse en el estudio del conocimiento ya existente. Sería absurdo
que alguien, sin estudiar mucho y muy intensamente, dedujera por sí
solo las ideas más avanzadas en medicina, por ejemplo. Desde luego,
a nadie se le ocurriría que semejante genio le tratara sin mandarlo
a estudiar unos cuantos años a la Facultad de Medicina.
Tampoco nadie
puede dedicarse a componer seriamente sin tener idea de música. Antes
de dirigir una orquesta uno tiene que estudiar solfeo, armonía, etc.
De la misma manera, las teorías de Einstein hubieran sido imposibles
sin el conocimiento en profundidad de la obra de Newton y de las incógnitas
que planteaban sobre ella los experimentos de Maxwell. El mismo Newton,
en una carta a Robert Hooke, explicaba que “si he visto más lejos
es porque estoy sentado sobre los hombros de gigantes”.
La idea de
que la Tierra es redonda es ya viejísima. Sin embargo, la Tierra sigue
siendo redonda. Podríamos buscar una “nueva idea” al respecto,
pero no dejaría de ser redonda. Igualmente el capitalismo y el imperialismo
siguen siendo lo que son. Y la explotación de los asalariados. Muchos
queremos que estas ideas se vuelvan viejas porque, sencillamente, hayan
desaparecido el capitalismo y la explotación del hombre por el hombre.
No, desde luego, porque fantaseemos con ello.
También ocurre,
como en el caso ya señalado de Aristóteles, que la posición de clase
impide aprehender las ideas, por mucho que estén delante de las narices.
Los grandes capitalistas no se volverán comunistas por mucho que lean
las obras completas de Marx y Lenin. De la misma forma, muchos pequeñoburgueses
encuentran extremadamente incómodas las ideas marxistas y leninistas,
demasiado “radicales”, y aunque por conveniencia aparenten seguirlas,
enseguida buscan -más o menos conscientemente- “nuevas ideas” que
se adapten mejor a su estilo y a sus expectativas de vida.
Claro que las únicas “nuevas ideas” que se les ocurren son, no ya erróneas, sino verdaderamente prehistóricas: que si la clase obrera ya no existe, que si el “sujeto político” es ahora los “nuevos movimientos sociales”, que si la “economía verde”… La clave, como en los anuncios de detergentes, parece estar en la palabra “nuevo”. Lo que sea con tal de no enfrentarse al hecho de que seguimos estando en pleno capitalismo, en su fase imperialista, y que, por lo tanto, la ciencia de la revolución desarrollada por Marx, Engels y Lenin sigue siendo nueva y goza de total vigencia.
Claro que eso
supondría comprometerse y alistarse en las filas de un partido comunista.
Y mientras los obreros, acostumbrados a la disciplina del trabajo, entienden
las exigencias de la militancia partidaria y del trabajo en equipo,
el pequeñoburgués siente inmediatamente lesionada su “libertad”
y su “individualidad”. Por eso prefiere otro tipo de “plataformas”
donde, desde el principio, quede claro que él pertenece a la élite
pensante y ordenante. No quiere “jefes”, por muy colectivos que
sean, sino que quiere ser él el jefe.
Coincidiendo
con su papel social, concibe la producción de ideas como fruto de la
opinión de un grupo de notables en una habitación, de la que luego
sale nuestro pequeño burgués a comunicar la buena nueva a una asamblea
de seres humanos comunes para su aprobación. De forma muy jerarquizada
y acorde a como se ve a sí mismo en relación con los demás. Y a salvo
de sobresaltos. Eso sí, todo muy anticuado, desfasado e inoperante.
Los comunistas,
en cambio, no nos consideramos seres con un intelecto superior. No nos
encerramos a elucubrar entre cuatro paredes, a cubierto de la tempestad
y apartados del mundo. Como no nos caen las ideas del cielo, estudiamos.
Nuevas o viejas, procuramos que las ideas sean certeras. Antes que maestros,
procuramos ser alumnos. Debatimos. Y aprendemos de la gente, incluida
la más humilde. Al fin y al cabo, antes de tener “ideas nuevas”
procuramos, simplemente, tener idea.
*Miembro del Comité Central del Partido Revolucionario de los Comunistas de Canarias (PRCC)