El crédito es la expresión más evidente de la moral del consumidor, que debe comprar para que el sistema pueda producir. Aunque el crédito no es solamente una moral, también es una política, porque el objetivo del consumo es la dinamización e integración de un orden productivo: donde los objetos no tienen como destino ser usados, sino ser producidos y comprados. Se trata del valor de cambio cada vez más independiente del valor de uso bajo el imperio de deseos que van deviniendo necesidades, impulsados por la comunicación, la publicidad y la moda..
La tarjeta de crédito ayudó a convertir el sueño americano en un sueño global. La sociedad americana educada en el individualismo, tiene la tendencia a buscar soluciones individuales para problemas sociales, y esta conducta ha sido desarrollada mediante el mecanismo del crédito. La tarjeta de crédito está en el corazón mismo de la sociedad americana, representa la esencia de la moderna América y su impacto en el mundo. La industria de la tarjeta de crédito se ha convertido en el más grande servicio financiero utilizado por la generalidad de los hogares de USA en todas las clases sociales. Ha evolucionado desde los humildes comienzos del final de la Segunda Guerra Mundial, hasta el mayor sistema de estímulo del gasto
La tarjeta de crédito presenta una ventana privilegiada para el modo de vida de la modernidad tardía y la cultura del consumo, que se presenta exacerbada en lo que se ha llamado la “adicción a las deudas”. La expansión de la tarjeta de crédito tiene su raíz en el florecimiento que siguió a la terminación de la segunda guerra mundial, y su crecimiento basado en la doctrina “expandirse o morir”. Ha permitido a la economía funcionar a un nivel más alto y más rápido, y ha implicado el sobre-gasto (overspending) y el sub-ahorro (undersaving) como práctica corriente en el comportamiento del consumidor y en los patrones financieros. Este tipo de pensamiento y práctica de la economía ha dado lugar a que la imprudencia financiera se haya vuelto aceptable, y los bancos hayan cambiado su misión histórica de promover el ahorro, hacia exactamente todo lo contrario. La cultura de la tarjeta de crédito –plantea Ritzer- conduce a una gran imprudencia social, ya que se basa en un flujo temerario del dinero- y lleva a un modo de vida cada vez más riesgoso.
En el desarrollo de esta crisis global, se ha ido haciendo evidente que en las economías desarrolladas el capitalismo fue adquiriendo una combinación letal de elitización social, consumismo y declinación de la cultura productiva a favor de la financierización de la economía. La lógica de la acumulación capitalista –ya sea que veamos el deslizamiento de lo productivo real a lo financiero como un continuum o como una ruptura- se asienta en un modo de vivir y producir que implica el crecimiento ad infinitum, para lo cual debe destruirse y renovarse constantemente.
El optimismo de la confianza en el crecimiento infinito dio lugar a un modo de vida hedonista en el primer mundo, caracterizada por la adquisición y rápida obsolescencia de objetos e ideas y por una creatividad enfocada en el diseño de modos cada vez más rápidos de consumir y “crear dinero”, para lo cual debe haber un constante movimiento y cambio. Los miembros de las capas burguesas, cada vez más elitizadas, viven una utopía estético-narcisista, con sus consiguientes dosis de angustia e inseguridad, bajo la seducción cotidiana de la prosperidad material. Y los pobres, siempre en la periferia, aunque no puedan satisfacer sus necesidades materiales se ven enfrentados al espectáculo del consumo también siempre más ostentoso de lo se imagina. Ésa es la forma en que la cultura del consumo va socializando a los pobres del mundo. El consumo y sus placeres se presentan como finalidad vital y el hedonismo es la justificación cultural y moral del capitalismo. Sostiene Emir Sader: “No hay otra forma de sociabilidad que dispute a la del consumo, del shopping-center, etc. Es de una fuerza extraordinaria.”
La parsimonia y la frugalidad características de la primera sociedad industrial fueron sustuidas por la prodigalidad y la pompa, todo esto favorecido por las ventas a crédito, que viabiliza el acceso a lo que Guy Debord (2000) llama “felicidad mercantil”. Lo definitorio de la cultura del consumo del capitalismo tardío es que todo puede y debe mercantilizarse. Todo puede comprarse, incluyendo la vida y la felicidad. Los objetos materiales y virtuales se presentan la única y privilegiada forma de relación humana, impulsado por la promesa de satisfacción infinita. La mercantilización creciente aparecía como solución a los problemas públicos. Se proponía un mundo feliz, integrado en patrones de consumo siempre crecientes y desterritorializados, pero en donde la pobreza se volvió más cruel, se acentúo la concentración del ingreso y la productividad.