La reforma del sistema
público de pensiones está servida. Y ello sobre la base de las
recomendaciones presentadas por el Pacto de Toledo para, supuestamente,
garantizar su viabilidad. Además de las ya conocidas, como el aumento
del número de años (de 15 a 20) para el cálculo de la base de la
prestación, y la estimulación de la prolongación de la vida laboral, hay
dos propuestas que me llaman la atención.
La primera es la
recomendación de que los ciudadanos y las empresas suscriban planes de
pensiones privados, individuales y colectivos, para complementar las
futuras pensiones públicas. Me produce perplejidad por varios motivos:
1º)
Porque el Pacto de Toledo ha estado trabajando sobre un documento de
propuestas elaborado, precisamente, por la Asociación de Fondos de
Inversión Colectiva y de Pensiones Privados, que son los grandes
beneficiados de tal proposición. Estas instituciones, que no son
“hermanitas de la caridad”, utilizan el dinero de los clientes para
especular en los mercados, quedándose con la mayoría de la ganancia y
participando en los ataques financieros a nuestro propio Estado. A ello,
hay que añadir que nadie le garantiza al ciudadano que ese Fondo
privado no vaya a quebrar o que no pueda tener una rentabilidad negativa
en todos los años que debe mantener su dinero en manos ajenas, sin
posibilidad de rescate.
2º) Porque se supone que las reformas
propuestas garantizarán la perfecta viabilidad del sistema público de
pensiones. En tal caso, ¿para qué necesitaremos un plan privado? A no
ser que todo sea un engaño, las pensiones públicas no estén en peligro
(véase el libro de NAVARRO, TORRES y GARZÓN: ¿Están en peligro las
pensiones públicas?, Attac, 2010) y se trate de una estrategia con el
objetivo de conseguir un sistema mixto de pensiones, en el que el Estado
se hará cargo de una cuantía mínima de subsistencia y el ciudadano
tendrá que buscarse sus “habichuelas” con un plan privado.
La
segunda recomendación sugiere aumentar los incentivos fiscales a este
sector, haciendo que paguen menos impuestos las empresas y los
ciudadanos que más inviertan en los planes de pensiones privados. Ello
implicaría una pérdida aún mayor de ingresos para el Tesoro Público, que
sólo en el año 2010 dejó de recaudar 2.058,36 millones de euros por los
privilegiados beneficios fiscales que ya existen para los planes de
pensiones en el Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas y en el
Impuesto sobre Sociedades. ¿Se quiere dejar de ingresar, entonces, 3.000
millones anuales mientras se han congelado las pensiones para ahorrar
tan sólo 1.500 millones?
Por otro lado, el régimen fiscal actual
no puede calificarse de especialmente justo. No sólo porque se mantiene
la deducción del 10% de las aportaciones colectivas para las empresas
–que tenía previsto desaparecer en el año 2011-, sino porque beneficia a
las rentas más altas en el Impuesto sobre la Renta, las cuales, además
de poder aportar más dinero a estos planes privados, se aplican una
reducción muy superior a la de las rentas bajas. Por poner un ejemplo,
por cada 1.000 € invertidos en estos planes, una persona que gane
100.000 € deja de pagar a Hacienda unos 440 €, mientras que otra que
cobre 7.000 €, quizás no se ahorre nada.
Conviene aclarar,
también, que todo el sistema de ventajas fiscales se centra en el
momento de la aportación (que es el que le importa a los bancos para
captar los clientes) pero no en el del cobro de la prestación, en forma
de renta única o periódica. En ese instante, el ciudadano deberá
tributar al tipo general en el Impuesto sobre la Renta, sin ningún
beneficio. Si no fuera por sus enormes beneficios fiscales iniciales,
estos productos carecerían de atractivo alguno para la ciudadanía.
Llegados a este punto, parece claro que la solución al problema de las
pensiones públicas (si es que realmente existe alguno), no debe venir
por el aumento de los beneficios fiscales a los planes de pensiones
privados, sino todo lo contrario, por su desaparición y la transferencia
de la mayor recaudación al sistema público. Ningún precepto
constitucional impide esta opción que permitiría disponer de más de
50.000 millones de euros adicionales hasta el 2027, con lo que no habría
que retrasar la edad de jubilación a partir de esa fecha, como propone
el Gobierno, ni recortar las futuras prestaciones. Además, si se quiere
ofrecer algún complemento al sistema público actual, ¿por qué no se
incentiva la adquisición de deuda pública a largo plazo (obligaciones
del Estado), canalizando esa inversión privada a manos públicas, con la
posibilidad de su rescate anticipado en cualquier momento y la garantía
constitucional de su cobro.
La solución es factible, pero no se
puede servir a dos amos. El Gobierno y el Parlamento deben escoger: o
beneficiar a la ciudadanía o favorecer a los bancos y los ricos.
Desgraciadamente, parece que sus señorías ya han elegido, aunque
siguiendo la tradición farisaica, es decir, “cargando pesados fardos
sobre la espalda a la gente, mientras ellos se niegan a moverlos con un
dedo”, manteniendo blindadas sus pensiones doradas. Piénsese que
mientras pretenden subir la edad de jubilación a los 67 años, ellos lo
pueden hacer a los 60 y que cuando proponen 37 años de cotización para
el cobro del cien por cien de la base, ellos lo consiguen con tan sólo
11 años y un día.
Miguel Ángel Luque Mateo es Profesor Titular de
Derecho Financiero y Tributario de la Universidad de Almería y miembro
de Attac Andalucía