En días recientes el gobierno de Colombia, presidido por Juan Manuel Santos y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), han acordado iniciar un proceso de diálogo de paz, con el propósito de llegar al fin de un conflicto armado de más de cuatro décadas.
La noticia sin duda alguna es alentadora, no obstante es necesario que ambas partes demuestren una voluntad verdadera de poner fin al conflicto armado, con respeto, reformas políticas y económicas y dar paso a una nueva etapa histórica en una Colombia pacificada.
En su manifiesto político, las FARC han destacado lo siguiente: “La paz es un proceso, un bien común que requiere de todos la preparación del terreno para que germine. No se logra la paz de la noche a la mañana. Necesita nuevas estructuras económicas, políticas y sociales que la sustenten (…) No habrá paz de los sepulcros. Todos los planes militares de las oligarquías y el imperio para exterminar a la insurgencia, desde el LASSO ejecutado en Marquetalia, hasta el Patriota, han fracasado”.
Por su parte el Estado colombiano ha defendido hasta el momento su política de lucha contrainsurgente basado en su calificación a las fuerzas guerrilleras como “terroristas” y adicional a esto, por su vinculación con actividades del narcotráfico.
Durante la última década, el Estado colombiano ha mantenido una línea de solución al conflicto armado fundamentalmente militar, consustanciado con la “guerra al terrorismo” anunciada desde Estados Unidos con motivo de los atentados del 11 de septiembre de 2001y ha recibido un considerable apoyo económico y militar de parte del gobierno norteamericano para aniquilar a los rebeldes en el marco del Plan Colombia y el Plan Patriota.
Esta política ha permitido que el orden establecido propine importantes golpes a la insurgencia, con la caída de varios de sus más importantes mandos (Martín Caballero, Raúl Reyes, el “Mono” Jojoy y más recientemente Alfonso Cano, quien fuera máximo jefe de las FARC para el momento de su muerte). Del mismo modo, la guerrilla ha sufrido varios reveses, tal y como fue el caso del rescate de Ingrid Betancourt y un grupo de cautivos en la denominada “Operación Jaque” a cargo del propio Juan Manuel Santos cuando se desempeñaba como ministro de la Defensa.
No obstante, los hechos parecen demostrar que luego de una década, la insurgencia sigue teniendo una fortaleza importante, presencia en los espacios rurales de Colombia y capacidad plena de combate, lo cual le otorga la capacidad de ser reconocida como un interlocutor válido en un proceso de diálogo político.
Es importante señalar que no es la primera vez que un gobierno de Colombia se ha sentado en la mesa de diálogo con las FARC, la primera experiencia tuvo lugar en 1982, durante el período del presidente Belisario Betancourt y la experiencia más reciente tuvo lugar en el año 1998, bajo el mandato de Andrés Pastrana. Por desgracia estos procesos fueron infructuosos y el conflicto armado continuó.
En la actualidad, estas experiencias previas pueden servir a las partes para elaborar las agendas que serán llevadas a la mesa de diálogo, analizar el fracaso de procesos anteriores y buscar una salida definitiva a la vía de la violencia como forma de lucha.
Vale señalar que el conflicto armado colombiano tiene en su origen la injusticia social, la pobreza, las asimetrías en la población, la falta de oportunidades para amplios sectores de su población y la ausencia de mecanismos por las vías legales e institucionales para dar respuesta a esa situación. Este estado de cosas no es exclusivo de Colombia, sino prácticamente de toda Latinoamérica.
En ese sentido, los representantes del establecimiento en Colombia deberán entender que sin reformas políticas y económicas socializantes el proceso de paz será sólo una ilusión pasajera, escuchar las demandas políticas de la insurgencia y de la izquierda legal es un elemento importante para que se pueda concretar un acuerdo duradero.
Esto pasa además por un marco de confianza recíproca, debe haber sinceridad entre las partes, experiencias como la de la Unión Patriótica (UP), en la cual una organización política de izquierda que se perfilaba como opción de poder fue literalmente aniquilada a manos de grupos paramilitares, no deben volver a ocurrir.
La paz en Colombia es una necesidad imperante no sólo para ese país, sino para el resto de Latinoamérica. Sin conflicto armado el territorio neogranadino dejaría de ser un laboratorio bélico del gobierno de los Estados Unidos y su posicionamiento militar en ese espacio geográfico dejaría de tener sentido.
Asimismo, las corrientes belicistas que desde Colombia han arreciado sus ataques contra los gobiernos de Venezuela y Ecuador, acusándolos de prestar refugio y respaldo a las FARC, y que han hecho de la retórica “antiterrorista” su oferta política, perderían total vigencia y se verían en la necesidad de reformular su programa o perder relevancia en el espectro político de su país.
En conclusión, el pueblo colombiano merece la paz, poner fin a un conflicto que tras cuatro décadas ha enlutado a miles de familias, desarraigado a mucha gente de la tierra que les vio nacer en contra de su voluntad, separado padres de hijos, que ha dejado un amplio número de lisiados, personas con traumas psicológicos de por vida por haber pasado la experiencia de ser secuestrados, víctimas de la represión del Estado, violaciones a los Derechos Humanos, entre muchos otros rigores de una situación de esta naturaleza.
Asimismo, Latinoamérica vive un nuevo momento histórico en el cual se ha demostrado que es posible lograr cambios políticos y sociales importantes en el marco de la lucha política y democrática, en el cual se fortalecen procesos de integración regional y que con el esfuerzo y participación real de los pueblos se podrá consolidar un nuevo período para los países de la región, de justicia social, prosperidad, independencia nacional y paz.
(*) Periodista, ex diplomático en comisión de la Embajada de la República Bolivariana de Venezuela en la República de Colombia.
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