Brasil y Venezuela, han sido los dos países junto a España de mayor vinculación entre Europa y América por su economía hacia la emigración. Ya esto, ha sido un consenso generalizado y la prosperidad se puso manifiesto por la minería en Guayana, las plantaciones de bananos y plátanos en el Estado de Roraima y las bonanzas que se producían para lograr una intensificación trasatlántica e Inter colonial con toda la costa Mediterránea y la facilidad de utilizar las casas de cambio en Catalunya.
La Península Ibérica y la India, permitió una política regia desplegada a través del Atlántico y para muchos, esa travesía fue fácil por los matrimonios entre americanos y europeos, una nueva sociedad se ve florecer y, los puertos, recibían barcos y regatas de cualquier lugar con encomiendas habilitadas para favorecer a la población,
Esto último permitió una mayor circulación de información sobre el Nuevo Mundo en zonas que no contaban con una fuerte tradición emigratoria hacia América, haciendo que ésta se volviese más cercana y menos incierta. Como resultado, nacieron nuevas corrientes migratorias, muchas de las cuales permanecerán activas hasta la segunda mitad del siglo XX.
También, el crecimiento de las administraciones imperiales y la mayor presencia militar en las colonias, facilitó la emigración. Un número considerable de funcionarios y soldados se asentaron definitivamente en América como inmigrantes luego de su experiencia como servidores de la monarquía. A medida que crecía la cantidad de inmigrantes, las redes de paisanaje, contribuyeron a la reproducción del flujo migratorio; parientes y paisanos se transformaron en fuentes certeras de información sobre las oportunidades en América y las cartas de llamada enviadas hacia Europa permitían el traslado de nuevos inmigrantes.
Es muy difícil establecer con precisión cuántos europeos emigraron a las colonias iberoamericanas durante este período. La falta de estadísticas confiables y el alto nivel de emigración ilegal, hace que los números que trabajosamente han construido algunos estudiosos sean apenas aproximaciones. Se ha estimado que a lo largo de todo el siglo XVIII emigraron setecientos mil portugueses hacia América, principalmente a Brasil; mientras que en el mismo período emigraron ciento veinte mil españoles, aunque es muy probable que la cifra haya sido algo mayor. Estas cifras revelan para Portugal una emigración sustancialmente mayor que la del siglo precedente, que se ha estimado en no más de cincuenta mil personas. Para el caso español, las diferencias entre siglos son menos espectaculares, pero revelan igualmente un aumento en la emigración hacia América: los cálculos sobre el siglo XVII estiman una emigración de cien mil personas, de las cuales las dos terceras partes habrían emigrado a las Indias antes de 1630
Un rasgo que distingue a las migraciones hacia Iberoamérica durante este período es que nunca fueron libres (característica que marca una pronunciada diferencia con el período de las migraciones masivas inaugurado en la segunda mitad del siglo XIX). Tanto la corona española como la portuguesa procuraron siempre controlar y restringir el flujo migratorio hacia las Indias. Tras esta política yacía una noción "monopolista" sobre las colonias americanas: el establecimiento en ellas era un privilegio reservado a los súbditos del rey de España o Portugal; los extranjeros quedaban excluidos, aunque existían complicadas formas legales que permitían su asentamiento en las Indias bajo ciertas condiciones. También, tras estas normas que restringían la libre emigración a América, estaba el deseo de cuidar la "calidad" de los hombres y mujeres que se asentaban en los reinos americanos (para emigrar legalmente había que demostrar ser cristiano viejo, ejercer ocupaciones honorables, no ser "vago" o "mal entretenido", entre otras cosas). Por otro lado, la creencia prevaleciente en círculos intelectuales y políticos de que el fenómeno migratorio era causa del despoblamiento y consecuente ruina económica de la Península fue otro fuerte factor que jugó a favor de la persistencia de las restricciones para la emigración hasta el fin de la dominación colonial.
En la Unión Europea, Francia es, sin duda, el Estado miembro que ha dado importancia de forma más constante y sistemática a la necesidad de responder a los desafíos planteados por la "cuestión musulmana". Desde la colonización a la regulación jurídica de los símbolos religiosos ostensibles, la fijación de la atención pública (especialmente la institucional y la mediática) en la alteridad confesional nunca se ha desmentido, en un contexto en el que las cifras sobre la población creyente siguen siendo muy aleatorias, por no decir inexistentes, lo que hace imposible cualquier traducción en hechos. Cuando el islam no es la religión mayoritaria o de Estado, esos datos se basan a menudo en deducciones extraídas del origen nacional o étnico de los primeros inmigrantes, y a veces de sus descendientes. Se trata, por tanto, de estimaciones. En 2010, el Foro Pew sobre Religión y Vida Pública calculaba que el número de musulmanes en la UE era de 43 millones de personas, es decir, el 5,8% de la población de la UE, y el 2,7% de los musulmanes en el mundo
Esta iconografía del buen musulmán frente al malo se ha basado esencialmente en una retórica que pretende desvincular el islam de la violencia y del terrorismo. La paradoja se halla en la polarización entre, por un lado, una mayor estigmatización y el desarrollo de un espacio renovado del racismo específicamente anti musulmán (llamado islamofobia en Europa), a partir de prácticas discriminatorias o de perfil racial; y, por otro, una presencia en el espacio público más protegida. En ciertos casos, como en Francia, ello incluye esfuerzos políticos intensificados para crear un Consejo francés del culto musulmán; o en Reino Unido, consultas políticas centradas en las poblaciones musulmanas. Estas poblaciones han tenido reacciones muy diversas frente a esas agresiones. En EE UU, el apego a América, a los valores del lugar de residencia, ha podido volverse más explícito.
El Viejo Continente y Estados Unidos comparten los marcos de referencia cronológicos del incremento de la representación internacional del mundo musulmán como cuna de una amenaza islamista, tras la Revolución de Irán en 1979 y la retirada de las tropas soviéticas de Afganistán 10 años después, hasta la reciente guerra en Irak y la presencia militar multinacional en Afganistán
La confusión de clasificaciones entre musulmanes ciudadanos de los Estados europeos o de EE UU y musulmanes-potenciales terroristas no se da uniformemente; hay interferencias de la cronología migratoria y de las decisiones en materia de política de integración. En el caso americano, esta asociación viene a sumarse a la diplomacia agresiva del departamento de Estado en Oriente Medio (en especial el apoyo a Israel) y a la implicación en el terreno del ejército norteamericano, en varios escenarios del mundo musulmán (Irak y Afganistán, entre otros). El mismo sello que Barack Obama imprimió a su discurso en El Cairo en junio de 2009. Además, al alinearse con la administración Bush, Gran Bretaña y España tuvieron que pasar por el tormento de justificar esas decisiones políticas ante los musulmanes del interior.
En Reino Unido, varias ONG han llevado a cabo campañas activas contra tales abusos. En Alemania, algunos universitarios han denunciado los efectos a largo plazo de una ruptura del diálogo con los musulmanes. La cartografía de la amenaza interior ha hecho de la variable religiosa "islam" su epicentro. La asociación de riesgo e islam, la asimilación de los musulmanes a una amenaza, se desarrollan de modo distinto según los Estados, sobre todo según las experiencias del terrorismo islamista antes del 11-S, en función de las reflexiones sobre los pasados coloniales.
Todo, esta representado en una memoria histórica.
Con unos 4,5 millones de musulmanes, la mitad de ellos de nacionalidad francesa, Francia cuenta con la mayor comunidad islámica de Europa. El islam es la segunda religión del país, aunque se estima que sólo el 30% de los fieles son practicantes.
En nombre de la división entre el Estado y la Iglesia, en vigor desde 1905, las autoridades francesas dejaron el control de la comunidad musulmana a los países de origen de los inmigrantes: Argelia, Marruecos, Turquía, principalmente. Tras los atentados de París en 1995 y Nueva York en 2001, Francia quiso dar una cara pública a la comunidad islámica para "acabar con el islam de las cuevas y garajes" y sentarlo "en la mesa de la República", en palabras de Nicolas Sarkozy en 2002.
El entonces y actual ministro del Interior patrocinó la creación del Consejo Francés del Culto Musulmán (CFCM), presentado como el espacio de diálogo entre el Estado y la comunidad islámica. El CFCM representa a 5.219 delegados de 1.230 mezquitas.
El objetivo es mantener bajo vigilancia a los musulmanes. El Gobierno prohibió el uso del velo en las escuelas, planteó la creación de un instituto de formación de imanes y ordenó la expulsión de los más radicales. Lo que más preocupa a las autoridades es el sentimiento de marginación que reina en los suburbios de las grandes ciudades, donde progresa el salafismo, considerado como el paso previo al yihadismo. Un informe de los servicios de espionaje interior estima en 5.000 los seguidores de esa rama del islam.
En dos años de existencia, el CFCM conoció varias crisis y no supo resolver las cuestiones de la atención religiosa en las prisiones, de la formación de imanes o de la organización del mercado de la carne halal.
El flujo migratorio musulmán hacia Italia es un fenómeno relativamente reciente. La gran parte del millón de musulmanes que viven en la península han ido llegando a partir de finales de los ochenta, cuando ya en Francia o en el Reino Unido se habían asentado comunidades numerosas. A principio de los noventa -según indican las investigaciones policiales- empezaron a llegar también los primeros yihadistas, procedentes de Argelia y Egipto.
Mientras la comunidad -compuesta en un 60% por marroquíes y albaneses- se iba estableciendo en todo el país, los terroristas eligieron como centros gravitatorios Milán y Nápoles, montando redes que siguen funcionando como centros de reclutamiento, entrenamiento y falsificación de documentos.
El desinterés de los diferentes gobiernos por la numerosa comunidad musulmana -que cuenta con 600 centros de culto- acabó tras el 11-S. La política actual del Gobierno de Roma puede definirse, en palabras de su ministro del Interior, Giuseppe Pisanu, como "la estrategia de las dos manos": una mano tendida y dialogante con los sectores moderados y democráticos de la comunidad islámica y la otra, armada, en contra de las células terroristas.
Se trata de una estrategia que se traduce en estos días en unos 23.000 hombres desplegados en tareas de prevención e investigación, en un decreto antiterrorista que endurece la legislación -para ofrecer mejores instrumentos investigativos- aprobado ayer en el Parlamento en un clima de unidad nacional, y en un proyecto para instituir la Consulta Islámica, un organismo inspirado en el modelo francés, y que el Gobierno pretende que funcione como representante de la comunidad musulmana italiana y como referente para el diálogo.