El próximo 20 de noviembre la Convención Nacional Democrática dará posesión de la Presidencia Legítima de México a Andrés Manuel López Obrador, atendiendo al resolutivo dispuesto en su reunión del pasado 16 de septiembre. Lo hará en pleno zócalo de la Ciudad de México, ante una multitud que, seguramente, rebasará la plaza. El acto se sustenta en el artículo 39 de la Constitución que garantiza al pueblo su soberanía para decidir, en todo momento, la forma de gobierno, así como en la convicción de que el 2 de julio se perpetró el más descarado fraude electoral. No se trata de un capricho personal de afán por el poder, sino del respeto absoluto a la voluntad ciudadana expresada en las urnas y trastocada por los dueños del poder formal.
Por su parte, la camarilla de defraudadores intenta dar posesión del cargo formal a Felipe Calderón, inmerso en una burbuja de protección de la fuerza pública y exhibiendo su disposición a reprimir, con mano dura, cualquier intento para obstaculizar la consumación del crimen electoral. Los corifeos de los medios masivos, la cúpula empresarial y el alto clero, reclaman que así sea e, incluso, que la represión sea tal, que acabe de una vez por todas con los “revoltosos y los violentos” seguidores de AMLO. Los menos virulentos recomiendan el empleo de la política y la negociación para tratar de llevar la fiesta en paz; asumen que AMLO acepte la imposición de Calderón a cambio de posiciones de gobierno y canonjías; se olvidan que la “justificación” del fraude es precisamente la actitud vertical del tabasqueño, de ninguna manera dispuesto a transigir en lo esencial.
En efecto, si Andrés Manuel hubiese transigido con los barones del dinero y con las mafias del poder durante el proceso electoral, hoy sería presidente electo sin problemas, aunque el proyecto alternativo de Nación estaría guardado en la última de las gavetas del archivo de la historia, y los privilegiados de siempre estarían tranquilos celebrando la entronización de la izquierda “moderna” al estilo europeo. Por fortuna no fue así. El gatopardismo no está incluido en el proyecto político de la izquierda mexicana.
Los acontecimientos que se vendrán no serán precisamente divertidos, como ligeramente los prevé Calderón, sino seriamente caldeados por la amplia decisión popular de oponerse a la imposición fraudulenta. No será divertido que el 1 de diciembre se registren mil formas de expresión para evitarla. No va a ser posible ocultar ante el mundo entero y ante la opinión pública nacional, la magnitud del rechazo al gobierno ilegítimo.
Entre tanto, el espurio pelele tiene que ir pagando las facturas de la ilegitimidad. Carente de autoridad moral, le será muy cuesta arriba combatir al crimen. Perro no come perro. Si cometió fraude con las elecciones, no podrá combatir ninguna otra expresión fraudulenta en la sociedad y, menos aún entre sus colaboradores (si esa fuera su intención). Contra toda la lógica política no tiene más alternativa que apechugar y sostener al sátrapa oaxaqueño. Hoy Ulises Ruiz puede hablar de tú a tú con su congénere Calderón, ambos son fraudulentos y criminales. Tampoco estará en condición de ofrecer garantías reales a sus propios patrocinadores. En resumen: no podrá gobernar.
Hoy acusan la intransigencia de la izquierda, olvidando la propia. Independientemente de la razón patriótica que sustenta a la oposición de izquierda, todo el argumento se basa en la convicción del fraude electoral. Si en su momento se hubiese escuchado el reclamo por depurar el proceso y sus resultados, este sería un país en plena gobernabilidad, cualquiera que hubiese sido el resultado de la depuración. La cerrazón y la terquedad corrieron por cuenta de la derecha con lo que confirmaron el carácter espurio de su “triunfo”.
¡Tan fácil que hubiera sido acceder al recuento voto por voto y casilla por casilla! Hoy no se pueden quejar. A todos nos va a resultar muy caro su capricho. Por recuperar a la Nación, bien vale la pena afrontar los costos.
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