No puede ser coincidencia que una Europa que debe su nombre a una princesa siria raptada por un Dios griego haya visto en Grecia y Siria el origen de las dos crisis que a punto han estado de llevársela por delante. ¿Estamos ante la venganza de Europa y el castigo a la soberbia y malas artes de Zeus? No se trata solo de una metáfora histórica: basta pasearse hoy por las calles de Atenas para constatar de inmediato la devastación dejada por la crisis del euro y las secuelas de la guerra de Siria. En la estela de esas dos crisis, una de desigualdad y otra de asilo y refugio, los europeos llamados a las urnas lo hacen bajo el signo del malestar, sea con la política nacional, con la Unión Europea o, en algunos países, con ambos. De ahí que según una encuesta del European Council on Foreign Relations, la paradoja que domine estas elecciones sea la coexistencia de una recuperación muy significativa del apoyo de la ciudadanía a la UE (situada hoy en niveles récord desde los mínimos alcanzados en 2012, en el apogeo de la crisis) con la preocupación de sus partidarios por la fragilidad de ese proyecto e, incluso, el temor acerca de su eventual desaparición en mayorías muy significativas de los votantes de Francia, Alemania, Italia o Polonia (no, por cierto, en España, donde la idea de Europa sigue gozando de un gran apoyo popular).
Porque el horizonte que nos dibujan las encuestas no es tanto uno en el que una mayoría de nacionalistas vayan a hacerse con las riendas de la UE (los eurófobos son muchos pero no los suficientes para derrotar a los europeístas), ni tampoco otro en el que los populistas echen arena en sus engranajes hasta griparla (lo que sin duda intentarán, tanto desde las capitales nacionales como desde dentro de las instituciones europeas), sino una Europa en la que los europeístas se muestran inseguros y desorientados acerca del futuro. Sea respecto a los enormes desafíos exteriores que enfrentan a la hora de articular respuestas a las políticas de Trump, Putin o China o bien respecto a la necesidad de colmar sus déficits internos de integración (económica y monetaria, pero también política y social), los europeístas están divididos y desanimados. Unos piensan que sus fuerzas están tan justas que solo dan para defender lo ganado, no para malgastar energías en avances en cuyo éxito no confían y que, temen, podrían avivar el ya amplio rechazo a la UE en muchos países. Otros sostienen que es precisamente esa visión conservadora la que amenaza el proyecto, pues lo priva tanto de políticas exitosas que cimentarían la confianza de los europeos como de un relato compartido sobre el que sostener nuevos avances.
¿Qué hacer? Ninguno de los dos grupos tiene razón ex ante: el estudio de la política puede ser científico, pero su práctica sigue siendo un arte y, además, reflexivo en su contacto con la realidad y las personas. De ahí que los políticos conservadores suelan lograr alumbrar realidades conservadoras mientras que los progresistas tienden a conseguir cambios antes considerados impensables. En todo caso, si hay algo evidente, y por eso confieso que mis simpatías están con el segundo grupo, es que en el primero domina una categoría de políticos que se ha hecho omnipresente en nuestros tiempos: se trata de los políticos seguidores, esto es, que carentes de ideas, a veces incluso de principios, han decidido renunciar a liderar. Se los reconoce porque a cada encrucijada a la que llegan, detienen la caravana y, sin avanzar sus preferencias ni comprometerse con resultado alguno, preguntan a sus seguidores si quieren girar a izquierda o derecha, avanzar, retroceder o bordear. En el segundo grupo, sin embargo, dominan aquellos políticos que, ayer como hoy, nos inspiran por su capacidad de convertir los valores y principios que compartimos en acuerdos que den forma a políticas que nos hagan progresar colectivamente y con las que nos podamos identificar.
Pero para ganar el futuro no basta creer en él. Como ha señalado Josep Borrell, tan peligroso o más para el proyecto europeo como el odio de los eurófobos es la ingenuidad y carencia de espíritu crítico de los que denomina "eurobeatos". Por eso, para tener éxito, el relanzamiento del proyecto europeo tiene que arrancar de un análisis realista, incluso brutal, sobre las causas de nuestro malestar. Porque si Bashar Asad ha podido vengar el rapto de Europa generando una crisis de ansiedad sin igual en el continente es porque igual que en su momento ignoramos la economía y lo fiamos todo a los mercados que nos llevarían siempre virtuosamente al crecimiento, los europeos también han ignorado la historia, la geografía y la demografía. Y esa superioridad moral que nos hacía pensar que la Unión Europea podía caminar sobre el agua, ignorando todo aquello que, otra vez descubrimos hoy, sostiene la política, puede tener consecuencias catastróficas. Más hoy, que vemos traidores por doquier y todos tienen un origen, la socialdemocracia cristiana que desea imponerse y arropar Latinoamérica y ser gusanillo de la izquierda, entregando a los propios camaradas que tienen un sentido critico y se hacen alfiles del gobierno a cambio de unos dólares y residenciarse en Suiza, Suecia o en Los Alpes.
Dijimos que la historia había terminado en 1989 y que la democracia liberal se había impuesto como única forma de organización política viable. Pero dos décadas después nuestras democracias están acosadas por la desafección, rotas por la polarización, asediadas por los populismos, se ven incapaces de corregir la desigualdad y asisten impotentes al reemerger del viejo fantasma del nacionalismo, de tal guisa que hasta el mismo Fukuyama titula su último libro Identidad y lo centra en las llamadas "políticas del reconocimiento" (Deusto, 2019). Así que donde antes pensábamos en un suave diluirse de la izquierda y derecha para dar paso a políticas consensuales basadas en la evidencia y una gobernanza multinivel tecnocrática europea sin grandes estridencias, nos encontramos con una política basada en guerras culturales, chalecos amarillos y caudillos demagogos como Salvini.
Al sueño liberal no le va tampoco bien fuera de nuestras fronteras. De Pekín a Washington pasando por Ankara o Moscú, el orden liberal multilateral y los valores democráticos que caracterizan a las sociedades abiertas están en entredicho. La vieja geopolítica, con sus esferas de influencias, guerras por delegación y el auge del proteccionismo comercial configuran algo parecido a una paz fría entre superpotencias en las que los europeos no saben cómo manejarse. Así que la geografía ha vuelto a importar y el sueño europeo de un mundo de fronteras porosas o diluidas en los que el poder solo se manifieste de forma blanda y a través de los mercados y los valores democráticos ya no es viable. Como han demostrado las guerras de Siria y Ucrania, nuestra vecindad es de todo menos el sueño posmoderno que los europeos creían estar forjando para asegurar su seguridad y prosperidad. Por último, los europeos también han ignorado la demografía, como si el hecho de vivir en el siglo XXI les permitiera esquivar una magnitud de poder tan crucial. Cada vez menos en número, más viejos, más dependientes y más estancados económicamente, no solo integran mal a los no europeos, sino que carecen de una identidad colectiva fuerte que les permita impulsar la solidaridad necesaria para sostener su proyecto. Solo así se explica que, pese a la obvia necesidad de disponer de una política de inmigración, integración y asilo común, piensan que pueden sobrevivir sin ella cuando la realidad es que en su ausencia difícilmente pueden sostener la libre circulación de personas y la supresión de fronteras.
Europa sigue siendo el mejor marco en el que dar respuesta a los desafíos que enfrentamos en Latinoamérica por lo inventado en Pablo Iglesias y Podemos, sin olvidar a los esposos Clinton y a José Luis Zapatero. Pero una Europa que ignore las realidades políticas, geopolíticas y demográficas que configuran el mundo y piense que puede zafarse de ellas en modo alguno sobrevivirá. Los nacionalistas tienen un proyecto en el que creen fervientemente: una Europa basada en naciones fuertes y celosas de su soberanía e independencia. Ese proyecto representa el pasado y es inviable. Pero los europeístas no terminan de dibujar a sus votantes un proyecto de futuro viable y atractivo. ¿Por qué les extraña que la gente esté desorientada si ellos no solo lo están, sino que lo reflejan con toda nitidez en su falta de ideas y coraje para defenderlas? En Venezuela, tenemos a los traidores de derecha e izquierda y se creen sabios. Traicionaron a AD y a COPEI, sus partidos de origen. Ahora son aliados del gobierno.
Negociar de manera conjunta con China, porque hacerlo en solitario ante una potencia tan fuerte siempre será una desventaja. Es una verdad a medias. Quizás el proyecto europeo se resienta, pero los países que traten bilateralmente con Pekín pueden obtener beneficios. Eso no sólo incluye a estados como Italia o Hungría, a los que se suele acusar de dividir la UE al negociar por su cuenta con China. Alemania y Francia también se han reunido con Pekín sin contar con los otros miembros más pequeños de la Unión, bajo el argumento tácito de ser los mayores de la clase. Tanto el malabarismo italiano como el narcisismo alemán contribuyen a una Europa desunida ante el reto chino. Algunos think tanks proponen como solución "reforzar" la UE para que se defienda de la "amenaza externa" china, tanto económica como política. La idea de fondo es crear una replegada Europa "fortaleza" donde la "influencia china" no pudiera penetrar. Pero como ya han apuntado certeros intelectuales como Bruno Maçães, eso sería una respuesta romántica destinada al fracaso. Que Europa se mantenga inmutable ante una Eurasia que se está transformando no es una opción viable a largo plazo. Europa, propone Maçães, debe dejarse influir por las fuerzas euroasiáticas y, a la vez, proyectar su poder para influir en ellas. En vez de cerrarse, abrirse al mundo para cambiarlo. Las influencias, hoy en día, van tanto de oeste a este, como de este a oeste. ¿Y qué papel juega España en todo esto? No está demasiado claro. Tampoco existe un debate sobre ello. Parece como si fuera un asunto del que se tuvieran que ocupar los mayores de Europa, en vez de nosotros.
Pero, como hemos visto, no es así. Estados medios y pequeños del sur de Europa como Italia o Portugal han tomado una decisión china al sumarse a la Nueva Ruta de la Seda. En colaboración con Pekín, la franja de puertos mediterráneos que va desde el Pireo griego, pasando por Palermo hasta Lisboa, se está revitalizando, y ya hay quien dice que podría robar la hegemonía marítima a los puertos del norte de Europa. Desde esta perspectiva mediterránea, ¿Barcelona y Valencia no podrían jugar un papel capital? ¿Qué beneficios o amenazas supondría sumarse a la Nueva Ruta de la Seda china? Quizás no haya una respuesta contundente a este asunto, pero eso no quita que tengan que planteárselo seriamente.
La postura de España también podría ser otra, basada en que se debe negociar bajo el paraguas de Bruselas y de manera conjunta, para estar en igualdad de condiciones ante el gigante chino. Es una opción legítima, pero el problema es el mismo: España tampoco está intentando influir en Bruselas o en sus vecinos para remar en esta dirección. No saben si quieren ser más, como Roma o como Berlín, o si serían capaces de imaginar una opción intermedia. Simplemente se mantienen al margen del debate, arrastrando por intereses de otros. Y eso es un problema europeo. Si la UE quiere una postura realmente común, no puede estar basada en la voluntad de los más grandes, ni tampoco en una decisión puramente tecnocrática -si es que eso existe-. Debe tratarse de un acuerdo en el que todos hayan participado y presionado, porque, precisamente, eso es lo que hará que sea verdaderamente europeo.
Las probabilidades de que Venezuela tenga una recuperación limpia y rápida con Maduro son sumamente remotas. Pero un nuevo gobierno podría adoptar una serie de medidas que facilitasen la salida de la crisis: 1. Un control riguroso de la inflación, que la reduzca a niveles razonables; para ello, es preciso recobrar la independencia del Banco Central. 2. Aprovechar el actual crecimiento económico de América Latina para llevar a cabo una política de restablecimiento de relaciones internacionales con los países vecinos, que conduzca a acuerdos comerciales beneficiosos para todos. 3. Parece necesario un redimensionamiento del gasto público, hasta ahora desbocado, y reorientarlo hacia políticas que aumenten la productividad y competitividad del tejido empresarial, actualmente ahogado y desmantelado por los imposibles costes de producción. 4. Conseguir privatizar (o cerrar) muchas empresas que fueron nacionalizadas durante el chavismo y que se han vuelto lentas e ineficientes. 5. Diversificar las exportaciones (la dependencia del petróleo y sus derivados asciende ahora a casi el 100%) hacia actividades productivas no relacionadas, algo que no debería ser muy complicado en un país tan rico en materias primas y con una localización tan atractiva.
Por último, pero no por ello menos importante, reinstaurar el orden y la seguridad en las calles, a la vez que se cortan de forma tajante las corruptelas tan instaladas en la Administración. Se conseguiría así asentar las bases para la mejora progresiva de la convivencia entre los venezolanos y de su calidad de vida, tan degradada durante estos últimos años. El presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, con anterioridad ha rechazado el ultimátum dado por la Unión Europea para convocar nuevas elecciones en el país, si no quiere que reconozcan al presidente de la opositora Asamblea Nacional, Juan Guaidó, como mandatario legítimo del país." Se han comportado con arrogancia. Nadie puede darnos un ultimátum. Si alguien quiere irse de Venezuela, que se vaya", ha declarado en una entrevista exclusiva a la filial turca de la cadena CNN desde Caracas. "Venezuela no está conectada a Europa. Eso es arrogancia. Las elites europeas no reflejan la opinión de los pueblos europeos", ha añadido. Sobre la proclamación realizada por Guaidó, que se declaró a sí mismo "presidente encargado" del país, Maduro considera que se trató de un acto que "viola todas las leyes y la constitución", y ha dejado en manos del Poder Judicial venezolano cualquier medida al respecto".
Europa y Venezuela tienen que hablar de China, Rusia y de USA.