La Tecla Fértil

Indígenas quieren Democracia y valor de vida, no violencia, una oportunidad para sobrevivir en América Latina

*El Expreso difama a la comunidad y núcleos indígenas del Ecuador, es el resultado del mediatismo y el poder fático hacia el colonialismo.

¿Cómo afecta este contexto la movilización electoral del estatus? Tanto desde la demanda electoral como desde la oferta política, hay condiciones que podrían facilitar su emergencia, como ha ocurrido en las democracias de los países más ricos. El deterioro económico amenaza a sectores que habían logrado aumentar su estatus social durante el boom de las materias primas, especialmente aquella nueva clase media vulnerable a los shocks negativos. La clase media que invirtió en educación también ha visto una reducción de los retornos que las credenciales obtenidas ofrecen en el mercado de trabajo. Su distancia con los pobres se acorta y ellos carecen de red de contención, incluso aquella mínimamente ofrecida por los programas de transferencia de ingreso a los sectores más humildes. El fenómeno económico es diferente al de la automatización, pero sus consecuencias podrían ser similares en términos de resentimiento y en su expresión electoral. Si esta hipótesis se sostiene, deberíamos observar una caída en la popularidad de esos programas para los no beneficiarios, como ocurre en Brasil desde 201.

¿Sumamos el estatus a los determinantes no ideológicos del voto en América Latina? Los estudios de voto por estatus en países de ingreso alto consideran la situación personal de los individuos en relación con otros. Algunos de estos análisis se enfocan en las amenazas que perciben los individuos frente al avance de la automatización, la globalización y la entrada de las mujeres en el mercado de trabajo. Los hombres con educación secundaria son el grupo que más parece estar afectado por el cambio en su estatus, ya que su posición se ve amenazada tanto en el mercado de trabajo como en sus hogares. Y esta amenaza es la que los llevaría a votar por partidos extremos (o populistas) de derecha con discursos xenófobos, machistas y nacionalistas en Europa.

En el caso estadounidense, tanto la diversidad racial como los riesgos económicos han sido señalados como amenazas al estatus de los hombres, los blancos y los cristianos. Y esa amenaza a su lugar en la jerarquía social ha sido asociada a su comportamiento electoral, en un país percibido como expuesto a un contexto de creciente globalización y especialmente a partir de la elección de Donald Trump. La percepción de cambio económico, social y cultural son terrenos claves para que los políticos apelen al estatus perdido o amenazado y movilicen electoralmente prometiendo un regreso al pasado.

. De hecho, la reciente elección salvadoreña, donde el joven Nayib Bukele desplazó a los dos partidos tradicionales apoyándose en promesas de acabar con la corrupción y dejando en segundo plano la violencia criminal en uno de los países más peligrosos del mundo, sugiere que los políticos son conscientes de ese riesgo. Sin embargo, la promesa de acabar con la corrupción, que también ha movilizado al electorado latinoamericano, puede ser difícil de cumplir. Esto se vio en la elección presidencial de 2015 en Guatemala, otro país con una aguda crisis de seguridad. El outsider Jimmy Morales ganó con una campaña que prometía acabar con la corrupción. Sin embargo, su familia cercana se vio involucrada posteriormente en escándalos de corrupción y, a raíz de ello, Morales finalizó unilateralmente las labores de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (cicig), pese a su reconocimiento internacional. Finalmente, y en un proceso de cuestionada legitimidad, se impidió la candidatura de la fiscal anticorrupción Thelma Aldana en las elecciones de 2019

Este proceso podría explicar las regularidades que observamos en la elección brasileña de 2018 de un modo similar a la superposición de clivajes que conforma la identificación partidaria asociada con la polarización en EEUU. La diferencia es que el voto negativo en EEUU suele ocupar la identidad partidaria alternativa. Sin embargo, con sistemas de partidos más fragmentados y generalmente organizados alrededor de una sola identidad positiva o negativa, por ejemplo, petismo y antipetismo o kirchnerismo y antikirchnerismo, es posible que el resultado sea un pluralismo polarizado, que a veces coincida con la dimensión de mayor peso en el comportamiento electoral y otras veces no. En un pluralismo polarizado se sumaría una dimensión más al comportamiento electoral, pero eso no necesariamente estabilizaría el sistema de partidos, sino que mantendría su fluidez. Para democracias que están peleando por mantener su legitimidad, los conflictos por estatus pueden aguzar el descontento con un sistema político en el que la intensidad de las preferencias puede llegar a hacer más difícil conseguir coaliciones efectivas de política pública en un contexto de pocos recursos. En este caso, no es la falta de cumplimiento de las promesas democráticas de desempeño económico lo que debilita al sistema, sino el éxito de la expansión de derechos, la inclusión de nuevos grupos, así como también cambios sociales más allá del control político. Más democracia, entonces, es también una democracia más expuesta a nuevos desafíos y con mayores problemas de legitimidad.

Un problema de la democracia es que, a diferencia de las dictaduras, se concibe como permanente y, sin embargo, al igual que las dictaduras, su supervivencia nunca está garantizada. A la democracia hay que cultivarla cotidianamente. Como eso exige negociación, compromiso y concesiones, los reveses son inevitables y las victorias, siempre parciales. Pero esto, que cualquier demócrata sabe por experiencia y acepta por formación, es frustrante para los recién llegados. Y la impaciencia alimenta la intolerancia. Ante los obstáculos, algunos demagogos relegan la negociación y optan por capturar a los árbitros (jueces y organismos de control), comprar a los opositores y cambiar las reglas del juego. Mientras puedan hacerlo de manera paulatina y bajo una aparente legalidad, argumentan Levitsky y Ziblatt, la deriva autoritaria no hace saltar las alarmas. Como la rana a baño maría, la ciudadanía puede tardar demasiado en darse cuenta de que la democracia está siendo desmantelada.

Los autores dejan tres lecciones y a cada una de ellas se asocia un desafío. La primera es que no son las instituciones, sino ciertas prácticas políticas, las que sostienen la democracia. La distinción entre presidencialismo y parlamentarismo, o entre sistemas electorales mayoritarios y minoritarios, hace las delicias de los politólogos, pero no determina la estabilidad ni la calidad del gobierno. El éxito de la democracia depende de otras dos cosas: de la tolerancia hacia el otro y de la contención institucional, es decir, de la decisión de hacer menos de lo que la ley me permite. En efecto, las constituciones no obligan a tratar a los rivales como contrincantes legítimos por el poder ni a moderarse en el uso de las prerrogativas institucionales para garantizar un juego limpio. Sin embargo, sin normas informales que vayan en ese sentido, el sistema constitucional de controles y equilibrios no funciona como previeron Montesquieu y los padres fundadores de EEUU, ni como esperaríamos los que adaptamos ese modelo en otras latitudes. El primer desafío, entonces, es comportarnos más civilmente de lo que la ley exige.

La segunda lección es que las prácticas de la tolerancia y la autocontención fructifican mejor en sociedades homogéneas… o excluyentes. El éxito de la democracia estadounidense se debió tanto a su Constitución y a sus partidos como a la esclavitud primero y a la segregación después. El desafío del presente consiste en practicar la tolerancia y la autocontención en una sociedad plural, multirracial e incluso multicultural, donde el otro es a la vez muy distinto de nosotros y parte del nosotros. Este reto interpela a todas las democracias. La tercera lección es que el problema de la polarización está en la dosis. Un poco de polarización es bueno, porque la existencia de alternativas diferenciadas mejora la representación; pero un exceso es perjudicial, porque dificulta los acuerdos y, en consecuencia, empeora las políticas. El desafío de los demócratas no consiste en eliminar la grieta sino en dosificarla. Levitsky y Ziblatt lo dicen así:

La polarización puede despedazar las normas democráticas. Cuando las diferencias socioeconómicas, raciales o religiosas dan lugar a un partidismo extremo, en el que las sociedades se clasifican por bandos políticos cuyas concepciones del mundo no solo son diferentes, sino, además, mutuamente excluyentes, la tolerancia resulta más difícil de sostener. Que exista cierta polarización es sano, incluso necesario, para la democracia. Y, de hecho, la experiencia histórica de las democracias en la Europa occidental nos demuestra que las normas pueden mantenerse incluso aunque existan diferencias ideológicas considerables entre partidos. Sin embargo, cuando la división social es tan honda que los partidos se asimilan a concepciones del mundo incompatibles, y sobre todo cuando sus componentes están tan segregados socialmente que rara vez interactúan, las rivalidades partidistas estables acaban por ceder paso a percepciones de amenaza mutua. Y conforme la tolerancia mutua desaparece, los políticos se sienten más tentados de abandonar la contención e intentar ganar a toda costa. Eso puede alentar el auge de grupos antisistema que rechazan las reglas democráticas de plano. Y cuando esto sucede, la democracia está en juego.

Levitsky y Ziblatt concluyen su análisis con una herejía: afirman que los padres fundadores de EEUU estaban equivocados. Sin innovaciones como los partidos políticos y las normas informales de convivencia, afirman, la Constitución que con tanto esmero redactaron en Filadelfia no habría sobrevivido. Las instituciones resultaron ser más que meros reglamentos formales: están envueltas por una capa superior de entendimiento común de lo que se considera un comportamiento aceptable. La genialidad de la primera generación de dirigentes políticos estadounidenses «no radicó en crear instituciones infalibles, sino en que, además de diseñar instituciones bien pensadas, poco a poco y con dificultad implantaron un conjunto de creencias y prácticas compartidas que contribuyeron al buen funcionamiento de dichas instituciones». Para muchos, la llegada al poder de Donald Trump señala el fin de esas creencias y prácticas compartidas. La pregunta que aflora es si pueden las instituciones sobrevivir sin ellas y por cuánto tiempo.

En todos los países de América Latina, las tasas de criminalidad vienen creciendo desde hace más de una década, así como la violencia asociada. Como también las mafias acopladas al sistema comercial y bancario. Al mismo tiempo, la distinción entre el crimen local y el crimen organizado internacional se ha vuelto difusa o incluso ha llegado a desaparecer: así, las pandillas de los barrios bajos de San Salvador siguen directivas provenientes de Los Ángeles y los «camellos» de las favelas de San Pablo coordinan con los cárteles colombianos sus actividades por teléfono celular y ya tienen influencias en Venezuela mediante un programa bien calculado. En casos tan dispares como las diminutas islas anglófonas del Caribe, los pequeños países de América Central o las favelas de Río de Janeiro, el poder de fuego de las pandillas criminales y el enriquecimiento de pandillas dedicadas a contrabandear y bachaquear el alimento básico de las comunidades, es mayor que el de la policía local. En este contexto, muchas veces los gobiernos se sienten obligados a convocar a las Fuerzas Armadas o guardia territorial para lidiar con la amenaza.

La violencia, y la inseguridad personal que ésta genera, afectan la confianza de la sociedad en el sistema democrático, un elemento clave de la cohesión social que hace que la democracia sea posible. La inseguridad ciudadana también atenta contra el desarrollo sostenible al desperdiciar recursos y corroer la confianza que toda actividad económica requiere. Por otro lado, los efectos del crimen y la violencia son magnificados por el sensacionalismo de los medios, que exacerban el sentimiento de inseguridad entre la población y la vuelven permeable a soluciones que aparecen como simples o fáciles.

En estas circunstancias, los enfoques de «tolerancia cero» o de «mano dura» en la lucha contra el crimen se vuelven muy atractivos. Las propuestas populistas de aplicar una mayor dureza contra los criminales, encarcelar a más personas sin un debido proceso y utilizar a las Fuerzas Armadas para combatir el delito resultan atractivas para los ciudadanos que se sienten amenazados, en países con poca experiencia de gobernabilidad democrática y una débil percepción de lo dañinas que resultan este tipo de políticas. Estos enfoques solo sirven para continuar erosionando el sistema democrático, en especial en aquellos países donde la democracia es relativamente nueva y está lejos de consolidarse. El panorama se complica aún más debido a que en esas sociedades los ciudadanos tienen poca o ninguna experiencia de participación en el proceso político, es decir, en la formulación y propuesta de políticas alternativas.

De esto, se aprovecho Lenin Moreno para colocar lo formulado por el FMI y arrodillarse a los países desarrollados como Inglaterra, Francia y Estados Unidos de Norteamérica. Un gran traidor al sistema democrático ecuatoriano.



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Emiro Vera Suárez

Profesor en Ciencias Políticas. Orientador Escolar y Filósofo. Especialista en Semántica del Lenguaje jurídico. Escritor. Miembro activo de la Asociación de Escritores del Estado Carabobo. AESCA. Trabajó en los diarios Espectador, Tribuna Popular de Puerto Cabello, y La Calle como coordinador de cultura. ex columnista del Aragüeño

 emvesua@gmail.com

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