A partir de ideas brillantes como las de los padres fundadores de la UE, Robert Schuman y Jean Monnet, no se limitarían a gestionar en común determinadas competencias, que es lo que se venía haciendo desde las primeras organizaciones internacionales, sino que dan un paso más, superando la clásica cooperación intergubernamental con la integración funcional. Es la técnica funcionalista o la teoría de los pequeños pasos, el spill-over y las solidaridades de hecho que encontramos en la Declaración Schuman de 9 de mayo de 1950.
Es por ello que con el objetivo inicial puesto en la gestión por autoridades independientes de la producción y comercialización del carbón y del acero, se diseña una determinada infraestructura institucional en la que el peso estaba en la independiente Alta Autoridad, arropada por representantes de los Estados (de los gobiernos en el Consejo y de los pueblos en el Parlamento Europeo, al principio con mera representación de los parlamentos nacionales) y supervisada por un Tribunal de Justicia que hacía las veces de tribunal constitucional (controlando la adecuación de la actividad normativa de la Alta Autoridad al tratado que le da competencias) como internacional (controlando el cumplimiento por parte de los Estados de las obligaciones que asumen como miembros).
A partir de estas consideraciones preliminares podemos plantear la cuestión de la democracia en la Unión Europea. La UE no es un Estado ni parece que esté en sus objetivos inmediatos (o en los de sus miembros) convertirse en uno. No podemos olvidar que la Unión nace como una organización internacional a partir de unos tratados fundacionales, no tenemos ni una constitución ni unas cortes constituyentes.
Los Estados soberanos, que son los dueños de las competencias, deciden que la forma más eficaz de gestionar determinadas competencias es a través de una organización internacional. Por ello negocian las condiciones para la gestión de una competencia de la que son dueños y se comprometen con el resto de los socios (los otros países miembros) a través de los tratados constitutivos o fundacionales.
Víctima de su propio éxito, esta experiencia de coworking no sólo amplia las materias que trabajan en común sino también el número de Estados participantes. Así la CECA se fue completando con las Comunidades de Roma, aumentando el número de Estados miembros… No había exigencias de una estructura democrática en este proceso porque realmente no lo necesitaba; esas competencias ejercidas por la Alta Autoridad estaban suficientemente controlados por los Estados miembros, que sí eran democráticos y por el Tribunal de Justicia que nos acompaña desde el principio del recorrido. El esquema supranacional que representa el proceso de integración hace que en aquellas materias competencia de la Comunidad (ahora Unión) se adopten decisiones por parte de sus instituciones que nos resultan de aplicación directamente a los ciudadanos. Muchas de estas decisiones cuando las competencias estaban gestionadas por los Estados tenían "rango de ley", es decir, eran adoptadas por Parlamentos elegidos democráticamente
De ahí que desde principios de los 70, a medida que el proceso de integración se iba consolidando, comienza a hablarse del "déficit democrático", lo que en cierta medida se resuelve al realizarse la elección por sufragio universal directo del Parlamento Europeo en 1979. Sin embargo, seguía existiendo el déficit por la escasa participación del Parlamento en las decisiones de carácter normativo y poco a poco fue logrando, como señala el profesor Jean Paul Jacqué, su lugar bajo el sol de modo que tras las reformas del sistema el procedimiento legislativo ordinario es el que tiene como estructura básica la codecisión Consejo/Parlamento. Así mismo, la Comisión, que actúa como gobierno es nombrada tras la aprobación del Parlamento tras examinar a cada uno de sus candidatos (a pesar de que el sistema del spitzenkandidat nunca llegó a estar recogido en los Tratados).
Actualmente el principio democrático está inscrito en el frontispicio de la Unión (art.2 TUE), considerándose uno de sus valores fundamentales que forma parte esencial del "modelo social europeo" o "estilo de vida europeo" si lo preferimos. Ese principio democrático, aunque siempre ha acompañado al proceso de integración europea, tradicionalmente era utilizado como parámetro para los Estados que deseaban unirse al proceso (lo que a partir de 1993 se recogió en los denominados Criterios de Copenhague y actualmente el art.47 TUE), fue sirviendo como condicionalidad para el mantenimiento de relaciones comerciales de la UE con terceros Estados, hasta llegar el momento de constituir uno de los mimbres básicos de los países miembros. No sólo es un requisito que deben acreditar los Estados para entrar, sino que en una especie de pacto de estabilidad deben seguir cumpliendo para evitar el procedimiento sancionador del art.7 TUE. No podemos ignorar que la UE es una estructura de gobernanza multinivel y, por tanto, el respeto al modelo por el que se apuesta debe ser también multinivel.
Por tanto, una vez aclarado el concepto que entendemos como democracia, nos encontramos que la UE se convierte en uno de sus principales garantes respecto a los Estados que quieren ser miembros, a los que quieren mantener relaciones comerciales, ¿y respecto a la propia estructura político/institucional de la Unión? ¿Podemos encontrar esos rasgos de democracia en algo que no es un Estado? ¿Necesitamos que la UE respete estos principios de democracia y estado de Derecho para poder exigir a otros su cumplimiento? ¿Se encuentra el ciudadano representado por las instituciones Unión? ¿Hemos depositado en ellas nuestra soberanía? ¿Encontramos el mismo grado de democracia en los distintos sectores temáticos, por ejemplo, Política de Seguridad y Defensa, ¿intervenciones económico-financieras (MEDE)? Para tener una constitución democrática, ¿es necesario hacerlo por un medio diferente al acuerdo entre Estados a través de un Tratado?
Ni la noción utópica de la "mano invisible" —la arcadia de los mercados autorregulados, falsamente atribuida a Adam Smith—, ni la concepción artesanal de la economía nacional captura del todo la destrucción dinámica, disruptiva y creativa que constituye la realidad del capitalismo. Es una fuerza que genera desigualdades, crisis y la ansiedad omnipresente que el libro de Donald Sassoon, erudito, maravillosamente escrito y que merece convertirse en un clásico, analiza tan bien.
Las tensiones creadas por las tirantes relaciones entre el Estado y el capitalismo, a veces, han estado bien contenidas. A mediados del siglo XX, después de la Segunda Guerra Mundial, con la creación del Estado de bienestar en Reino Unido y Francia y la reconstrucción de posguerra, el Estado y la economía encontraron un equilibrio magnífico. El periodo anterior a 1940 fue más inestable, y el tiempo transcurrido desde los 70, también. Hoy, esa inestabilidad ha engendrado un populismo político similar al de los 20 y 30 del siglo pasado.
La vertebración exacta de los intereses económicos y políticos en diversos países muy diferentes dependió, en gran parte, de la posición de cada país en la jerarquía internacional. El liberalismo tomó la delantera en la Gran Bretaña victoriana porque fue el primer país en el que se construyó una combinación poderosa de Estado fiscal centralizado e imperio mundial. En la práctica, la reducción del Estado se traduce, la mayoría de las veces, en reconfigurar esa relación. Los Estados, para ser eficientes, necesitan la política, que significa inevitablemente disputas entre las élites y unas masas más o menos movilizadas. La conclusión a la que han llegado los liberales es que, para controlar la política, hacen falta leyes, tratados internacionales, bancos centrales independientes, lo que, por supuesto, provoca la oposición de muchos, tanto en la izquierda como en la derecha.
Ya no cabe ninguna duda. Estados Unidos y China son rivales estratégicos y en las próximas décadas competirán por la hegemonía mundial. EE UU todavía le saca al gigante asiático una notable ventaja en capacidades militares, financieras, tecnológicas y de poder blando. Pero el auge chino es imparable, lo que implica que el enfrentamiento entre ambos colosos será muy difícil de evitar. Y eso va más allá de lo que hagan Donald Trump o Xi Jinping. Tiene que ver con la estructura de la relación bilateral y con las crecientes dificultades que el sistema multilateral tendrá para gestionar la rivalidad entre una potencia hegemónica en declive y otra en auge. Ahora bien, este enfrentamiento, que además de económico, comercial y tecnológico es ideológico y podría ser militar –y que ya ha sido bautizado como "la segunda guerra fría"–, puede manifestarse de muchas formas.
Gran Bretaña o el Reino Unido, viene aislándose y busca un punto común con la Unión Europea, posee metales preciosos junto al Vaticano y con Las Malvinas es suficiente para suplirse de algunas exigencias económicas.
Sí, ese parece ser el objetivo de Washington. El historiador Nial Ferguson acuñó en 2006 el término Chimérica para referirse a la intensa relación de interdependencia económica entre ambos países. China producía, EE UU consumía y el gigante asiático compraba la deuda estadounidense para permitir a los norteamericanos vivir por encima de sus posibilidades, al tiempo que las empresas de EE UU ganaban millones en el lucrativo mercado asiático. De esta situación de equilibrio y ganancias mutuas, que antes de la crisis financiera global se bautizó como Bretton Woods II, se deducía que ambas potencias tenían una relación simbiótica prácticamente inquebrantable. Sin embargo, la crisis y el rápido auge de China han despertado los peores temores del hegemón americano. Y hoy las élites económicas de EE UU consideran mayoritariamente que es necesario romper esa interdependencia y, sobre todo, no permitir que China tenga acceso a la puntera tecnología estadounidense (o europea). Por ello, tienen el firme propósito de desenganchar progresivamente ambas economías, y de momento lo están haciendo a través de la guerra comercial, bloqueando la venta de tecnología estadounidense a empresas chinas (el ejemplo más palpable es el de Huawei), prohibiendo cada vez más inversiones del gigante asiático en Estados Unidos y dificultando (aunque no prohibiendo) la entrada de estudiantes chinos a las universidades estadounidenses.
El cálculo es claro: ante un hipotético conflicto futuro, cuanto menos dependiente sea la economía estadounidense de la china, menor será el coste económico del enfrentamiento. Pekín, lógicamente, no está satisfecha con este desacoplamiento, pero poco puede hacer al respecto. Sin embargo, es consciente de que ya tiene el tamaño, el desarrollo y la capacidad para necesitar cada vez menos los productos y la tecnología de Occidente. Y, además, al tiempo que su economía se desengancha de la de EE UU se va acoplando con cada vez mayor intensidad con la de otros Estados, desde sus vecinos asiáticos hasta los países de Europa, África o América Latina.
Lo fundamental es desenganchar al Reino Unido del mundo europeo y trasladar sus ideales al universo hispánico.
Lamentablemente sí, a menos que podamos evitarlo. Si la lógica del desacoplamiento entre las economías de Estados Unidos y China continúa y las acciones de Washington siguen socavando el multilateralismo y, en particular, la Organización Mundial del Comercio, nos veríamos abocados a un mundo de bloques económicos enfrentados. En una lógica neoimperialista, tanto China como EE UU utilizarían su poder económico y tecnológico para debilitar al otro, obligando a los demás países a tomar partido y someterse a las normas del imperio al que se adhieran. Las amenazas estadounidenses a las empresas europeas que hagan negocios con Irán o Cuba pueden leerse ya en clave neoimperial, y también el aumento de la influencia y el poder chinos a través de la nueva ruta de la seda. Así, a largo plazo, aparecerían dos áreas de influencia geográficas, lo que daría lugar, en principio, a dos ecosistemas diferenciados, incompatibles y rivales; cada uno con su Internet, su moneda dominante y sus reglas, que serían más o menos dictatoriales en función de la actitud del imperio con sus nuevas colonias. Sería el fin de la globalización y del multilateralismo tal y como los conocemos.
Sin embargo, esto no es inevitable. La Unión Europea y otros Estados que apoyan el multilateralismo y el actual orden internacional, y que prefieren el Derecho internacional a la ley de la selva (como Canadá, Australia, Japón o los países latinoamericanos) podrían presentar una alternativa al modelo neoimperial. Además, los avances tecnológicos de la cuarta revolución industrial, que facilitarán el comercio de servicios, podrían dificultar enormemente la desglobalización. De lo que no cabe duda es de que una vuelta al imperialismo y al nacionalismo sería una pésima noticia para los países europeos, que se sienten mucho más cómodos (y han prosperado de forma extraordinaria) en un mundo de reglas, cooperación e instituciones multilaterales.