Se cuenta que la palabra "hermenéutica" viene de "Hermes", el Dios griego mensajero, el que traduce el lenguaje divino al humano. De modo que en tanto que traductor Hermes es intérprete. Por ello, la palabra "hermenéutica" significa arte de la interpretación de textos. No obstante, traduttore é traditore dicen los italianos, el traductor es un traidor. En la traducción se pierde siempre algo del sentido original. Como bien dijeron Herder y Humboldt, cada lengua es un mundo que no resulta conmensurable a la perfección con otro mundo. Agreguemos a ello que el arte de traducir supone la interpretación del traductor, el estar entre dos textos y la obligación de tomar decisiones no siempre lo más adecuadas. Quizás por ello, por la traición que toda traducción comporta, Hermes además de Dios mensajero es el Dios de los cuatreros. Cuentan adagios griegos que si te descuidas Hermes te hurta el ganado. El Dios intérprete es también Dios ladrón. ¿Más claro el significado de la unión de estos atributos?
Digamos también que la palabra "texto" no debemos reducirla al estrecho significado de texto escrito en un idioma como el castellano, el francés o el inglés. La hermenéutica como arte de interpretar textos no refiere sólo a textos escritos, aunque la búsqueda en el diccionario usualmente nos conduce como primera acepción a la interpretación de textos sagrados. Y claro, textos como los bíblicos dan mucho para la interpretación. Empero, la palabra "texto" tiene un maravilloso aire de familia con la palabra "tejido". Un texto, en sentido amplio, es un tejido, un entrelazamiento de significantes que pueden ser palabras combinadas, edificaciones de un espacio urbano, la vestimenta de alguien, las artes plásticas, un filme o hasta el asa de una taza que recuerda a un conocido ensayo de Georg Simmel. Allá donde nos encontramos con la acción humana y sus producciones nos hallamos ante un entretejido de significados. En lo urbanístico Caracas, por ejemplo, tiene distintas capas históricas así como la tierra distintas capas geológicas. Una relativamente antigua está en el núcleo alrededor de la Plaza Bolívar, pero fundamentalmente la Caracas que hoy conocemos fue levantada a partir de los años cuarenta del pasado siglo. Vista cenitalmente, a vuelo de pájaro, Caracas nos habla de una ciudad hecha para automóviles, para quemar gasolina, atravesada por sendas autopistas, con pocas aceras para los peatones. Caracas habla, es una ciudad hecha a la medida de la ilusión petrolera del pasado siglo. Caracas es un texto. Del mismo modo reconozco una guiñada de ojo significando complicidad simpática conmigo, o quizás significando una travesura, o un saludo. ¿O será sólo un tic nervioso? Debo interpretar los gestos y me hago interpretar con gestos. Pero también con el vestir. El de Trino Mora me decía mucho de su personalidad, como el de un Lord inglés, el de un hippie, el de un policía o el del Papa. En fin, el texto en cuanto que entretejido de significados lo producimos cada quien constantemente en su acción y lo vivimos comprendiendo y más o menos interpretando en nuestros congéneres.
Más allá, digamos que el ser humano ha construido diversos modos de autointerpretarse, diversas concepciones del mundo. Si hubiésemos nacido al interior de un inveterado clan aislado en las estepas australianas seguramente no estuviésemos preocupados por estas cuestiones hermenéuticas. En el clan hay un mundo cerrado, una sola lengua, poco o nada dada a la polisemia. Salir del clan, el conocimiento de la pluralidad depende de unas coordenadas sociohistóricas específicas. Para las sociedades modernas la diversidad de interpretaciones resulta un hecho y, en líneas generales, el ethos democrático considera que tal hecho es positivo, que debe ser un derecho, algo a promover. En cambio, las extremas derechas e izquierdas, como las ortodoxias religiosas y de otro tipo, rechazan esta pluralidad, se acercan más a la naturaleza del clan. Mas, para que sea posible la diversidad de interpretaciones se requiere un anclaje antropológico, humano demasiado humano. La plasticidad de la condición biológica del homo sapiens, las indigencias propias de nuestra condición, dan una apertura al mundo faltante en otras especies animales. Ello se manifiesta, sin duda, en la diversidad cultural, diversidad que resulta elocuente en sí misma en cuanto a la pluralidad de concepciones del mundo. Así, en cuanto seres arrojados al mundo (Heidegger) nuestra condición humana es una condición también hermenéutica. El oso polar o el dromedario no precisan construir un mundo, ellos pertenecen a su ecosistema, la inteligencia natural los ha dotado de una anatomía, un organismo y unos instintos especializados para sobrevivir y reproducirse en sus ecosistemas. Destruir sus nichos ecológicos es matarlos. Así pasa con la inmensa mayoría de vegetales y animales. En este marco, nosotros somos un animal raro, inadaptado, que tiene que trabajar (Marx) para construirse un ecosistema del que carece, con instintos abortados que es mejor llamar pulsiones. La monja más monja, la Madre Teresa, tiene pulsiones (impulsos) sexuales. Y el Papa como el Dalai Lama también. Pero, a diferencia del resto del zoo, esos impulsos carecen de una respuesta específica. La gata no necesita educar sexualmente al gatito y las galápagos nacen sin necesidad de adultos. Están programados genéticamente en sus respuestas. Nosotros no, nuestras respuestas a las pulsiones son culturales, debemos beberlas de nuestro entorno, aprenderlas. La monja más monja y el Papa canalizan sus energías sexuales a otro objeto no localizado genitalmente, las canalizan a una gran obra como también el artista, el obrero o el político. Ese instinto abortado que es la pulsión, abortado pues teniendo el impulso carece de la respuesta, establece el hiato que hace posible nuestra libertad relativa. Las extremas político-ideológicas como los dogmatismos al modo de un clan quieren cerrar este mundo, impedir su apertura, en cierto sentido quisieran que fuésemos como el resto del zoo. Quieren un bloqueo hermenéutico, un cierre total de la interpretación a su única interpretación de las cosas que bautizan con el nombre de LA VERDAD.
Salidos del clan y del mundo natural cerrado, digamos que sentido de la acción humana y pluralidad marchan juntos. Hay que darse un sentido, no el sentido; este último presupone una metafísica totalitaria. Si el sujeto humano se ve impelido a dar sentido a su accionar, por carecer de dispositivos biológicos genéticos que lo preprogramen, entonces en su apertura ante el mundo no sólo resulta posible un sentido sino una pluralidad de ellos, estructurándose cada uno desde las condiciones del entorno de sus sujetos productores —condiciones más inflexibles en tiempos lejanos en los que se carecía de mayor desarrollo de las fuerzas productivas, más flexibles en la medida en que se desarrollan éstas si bien con la emergencia de nuevos desafíos ante el incremento de riesgos. Ahora bien, insistimos, en el transcurso de la historia social humana se han visto siempre tentativas monopolizadoras del sentido. Esto es, la historia humana está repleta de capítulos en los que una determinada fuente de sentido, una determinada concepción del mundo, se pretende la única válida en un determinado ámbito o en más de uno. Así, por ejemplo, y por mencionar sólo un caso entre cientos de ellos, las religiones conocidas como universales (cristianismo, judaísmo, islamismo, budismo, etc.) han jugado muchas veces a la imposición de sí mismas como las únicas religiones verdaderas, válidas. Lo mismo cabe decir de las concepciones de la ciencia, de las artes, etc. Y ello ha supuesto, consecuencias prácticas: lucha por el poder político, económico, cultural, social; intolerancia; guerra; aniquilación (quema de brujas, de libros, genocidio, homicidio).
Los sentidos —constituyentes de y constituidos en concepciones del mundo, epistemes (Foucault), paradigmas (Kuhn), ideologías (Marx y muchos otros), discursos (Foucault), campos (Bourdieu)— pugnan, entonces, por el poder y muchos buscan la dominación. Se puede decir, en esta tónica, que toda lucha de poder supone una lucha entre sentidos, entre interpretaciones, y viceversa. Ambas resultan indisociables. La dominación se ha conjugado históricamente con la pretensión de ser la única verdad, la verdad verdadera. Pretensión que busca, frecuentemente, sacar del camino a los sentidos en competencia. El éxito en la consecución de la dominación implica, sin duda, que la interpretación triunfante haya resultado con un mayor poder persuasivo —poder, por demás, que en demasiados casos se ha ejercido a sangre y fuego, si bien se precisa no olvidar que la dominación no se puede sostener sólo a punta de fuego. Es una frase atribuida a Napoleón: «con las bayonetas se pueden hacer muchas cosas, menos sentarse sobre ellas». No se equivocó el genio militar que no logró convencer a españoles y rusos, dos de sus grandes derrotas. Se precisa entonces persuadir en torno a una verdad. Para decirlo con un Nietzsche que tiene muy presente a Hobbes, el de "Verdad y mentira en sentido extramoral": ""(...) pero puesto que el hombre debido a la penuria y al aburrimiento quiere existir a la vez socialmente y en rebaño, requiere de un pacto de paz y aspira a que desaparezca de su mundo por lo menos la máxima bellum omnium contra omnes (guerra de todos contra todos). Este pacto de paz trae consigo algo que aparece como el primer paso hacia la obtención de aquel enigmático instinto de la verdad. Esto es, desde ahora en adelante se establecerá lo que deba ser «verdad», es decir, se inventará una designación de las cosas válidas y obligantes en todos los casos; y también la legislación del lenguaje entrega las primeras leyes de la verdad: pues ahora surge aquí por primera vez el contraste entre la verdad y la mentira. (...) Sólo a través del olvido el hombre puede llegar a presumir poseer alguna vez una «verdad» en el grado recién señalado."
Los sentidos se incorporan en instituciones sociales, instituciones que han sido resultado de fuertes contiendas históricas por el poder y la dominación. No hay institución sin sentido. En consecuencia, si bien no hay un único sentido, sino pluralidad de ellos, acontece que en el ejercicio de la dominación uno se hace pasar como si fuese el único. Si queremos romper con la dominación, si queremos construir efectivamente una democracia desde la raíz, las instituciones a construir deben tener una amplia conciencia hermenéutica, deben institucionalizar la diversidad de las formas de ser humanos. Afortunadamente, y a pesar de nuestra brutal depredación, todavía nos maravilla la naturaleza con su diversidad biológica. Pues bien, la democracia como éthos, como carácter de una sociedad, ha de maravillarse con la diversidad cultural, con las distintas formas de transitar la vida, siempre y cuando resulten al menos tolerantes. Y digo al menos pues está claro que en democracia radical se aspira más al reconocimiento que a la tolerancia. Los ultras destruyen la democracia pues ni tolerantes llegan a ser. Pero simplemente prohibir sus agrupaciones es como botar el sofá donde se acostó tu pareja con el vecino. Hay que indagar las raíces de la actitud ultra, del cierre hermenéutico, de la falta de duda, de la ausencia de modestia ante los límites que de suyo tiene toda interpretación, el hurto que supone todo interpretar, el olvido de otros sentidos.
La actitud ultra, la intolerancia hermenéutica, resulta una síntesis de múltiples condiciones. El fascismo rampante hoy, entre incluso muchos de los se autodenominan antifascistas, obedece a una gran crisis civilizatoria y el agotamiento cultural del occidente despótico ilustrado de los últimos siglos. No hay modo de abordar aquí ni tan siquiera unas pequeñas relaciones constituyentes de este abismo humano en que nos hallamos. Digamos, para cerrar, que la educación juega un papel primordial para reproducir este mundo agresivo o abrir los cauces para que fluyan vocaciones más democráticas. ¿Cómo enseñamos, por ejemplo, la historia humana o la de nuestro país? ¿Desde una única interpretación o abierta a diversas interpretaciones según la localización social del narrador? ¿Es la historia de los vencedores solamente? ¿Es una historia carnicera, de batallas y guerras, de sangre y más sangre? ¿Será una historia también narrada desde la afrodescendencia, desde lo femenino, desde lo indígena, desde…? ¿Será una historia con actitud hermenéutica? ¿O, insistimos, será una historia como la historia de los noticieros, del crimen, del homicidio, del genocidio y contada al modo de la Guerra de las Galaxias, donde los criminales son los otros, los malos y nosotros los buenos? Pero lo mismo puede preguntarse del concepto de las artes en que educamos, o de la educación en las ciencias, etcétera. La educación física, la educación del cuerpo que somos, ¿ha de ser sólo gimnástica? ¿Ha de consistir, a modo castrense, en lanzar balones medicinales al otro, saltar plintos y correr una hora? Obviamente nos referimos a la escuela, pero la educación no es solo escolar, es también la que recibimos primariamente de nuestros hogares, si es que los tenemos. Es la que recibimos de los medios y las redes. Es la que recibimos día a día en una sociedad agresiva e individualista basada en la competencia, en el darwiniano del triunfo del más fuerte, del más vivo, del que explota al otro y depreda sin límites la naturaleza destruyendo nuestra biósfera, aniquilando la vida. Necesitamos otra educación, una con vocación hermenéutica. Quizás así llegue el día en que la política deje de ser tan nauseabunda.