Venezuela ha sido siempre la gran abanderada de las revoluciones en nuestro continente. En 1943, Medina Angarita era el líder más representativo de la América del Sur y proponía revivir el proyecto de la Gran Colombia. Luego en 1958, nosotros representábamos la alternativa más antiimperialista, y al Vicepresidente de EE UU casi lo matan en Caracas. Pero el Departamento de Estado nos mandó a hombrecito barrigón, “de voz atiplada y malasangre, picado de viruelas, los dientes sucios y andar desagradable”, El hombrecito que tuvo “la ambición suficiente para hacer sudar a los militares, para entusiasmar y engañar al pueblo, para burlarse de los intelectuales y para gobernar con fuerza. Nunca hubo tantos muertos, nunca hubo tantos exiliados, nunca hubo tantos presos, nunca hubo tanta corrupción.” (A decir Guillermo José Schael).
Dijo Marx, los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen bajo su libre arbitrio. Mis recuerdos me llevan hacia aquel 1º de enero de 1958, cuando yo apenas contaba trece años de edad, en otra vuelta de tuerca más, en la larga oscuridad y silencio de nuestra historia. Había estallado un levantamiento en Maracay, mientras pasaba unas vacaciones en Las Mercedes del Llano. Mi padre regentaba en este pueblo una pobre bodega y una triste talabartería. Aquel día de enero él estuvo atento a las muy escasas noticias. Me convertí fatalmente en indagador de aquellos sucesos. Si oía algo nuevo, corría a contárselo con detalle a mi padre. Todo se desenvolvía entre simples y hasta dudosos gritos de alegría. Al día siguiente, ya no quedaban noticias positivas, se había desinflado la rebelión. Triunfaban el miedo y los atávicos temores, resultado del legado de todas las dominaciones implantadas a fuerza de horrendos crímenes.
El dictador, por ese mismo terror atávico, tenía aún grandes posibilidades de mantenerse en el poder, pero hizo una llamada a Washington y constató que existían extraordinarias exigencias que le complicaban la renovación del contrato. Sin tener tiempo de participárselo a sus más cercanos colaboradores huyó del país la madrugada del 23 de enero. Entonces se dijo que el pueblo lo había derrocado.
Yo no recuerdo otra historia que la de nuestros propios miedos. Mi hermano Alirio, como cadete de la Escuela de Aviación, participó en la toma de la Seguridad Nacional en Caracas. Mi hermano Argenis, como miembro de la Juventud Comunista, lo hizo en los disturbios callejeros que se escenificaron en El Silencio los días 19, 20, 21 y 22 de enero. Mi hermano Adolfo, también de la Juventud Comunista, junto con el poeta Ángel Eduardo Acevedo, estuvieron entre los más fervorosos luchadores en todos los actos de la Federación de Centros Universitarios de la UCV en aquellos días festivos.
Una tarde de marzo de 1958, un grupo de dirigentes estudiantiles estaba reunido en casa de mis padres en San Juan de los Morros. Nuestra casa, «Villa Delia», se había convertido en un centro de debate político de los jóvenes de izquierda. Yo estaba atento a cuanto se comentaba. Los temas principales versaban sobre la Revolución Rusa y las luchas de los pueblos contra el imperialismo yanqui; se insistía que con la caída de Pérez Jiménez se abría la posibilidad de un mundo
nuevo de justicia social en el país, que nos haría más libres, felices y humanos. Como por arte de magia, ahora todos los jóvenes llevábamos bajo el brazo un libro sobre marxismo (que nunca leíamos más allá de la primera página).
Uno de los personajes más extraños que he conocido, Celestino Ledezma (llamado «Rasputín»), presente en casa, tomó la palabra: «Teníamos que haberlo matado al bajar del avión. Fue un gran error no haberlo hecho». Se refería a Rómulo Betancourt, porque él estuvo con gente muy cercana al prominente jefe adeco el día en que este personaje regresó a Venezuela. Me estremecieron sus palabras.
Celestino fue el primero en dirigirse por radio a la población de Caracas para anunciar que el dictador había huido. Recuerdo que estaban ese día en «Villa Delia», además de Celestino, Eduardo Acevedo, Simón García (conocido como «Puyuta» y quien luego sería ministro de Rafael Caldera); mi hermano Adolfo y mi padre. Todos hablaban en contra de Betancourt, que si bien había defendido el comunismo durante muchos años, ahora proclamaba que era la ideología más detestable. ¿Cómo pudo darse semejante cambio en un político de dimensiones continentales? Preocupado, con todo y mis trece años, les interrumpí entonces: «A lo mejor cuando ustedes tengan la edad que tiene hoy Betancourt acabarán también de anticomunistas». Mis palabras provocaron risas, aunque yo las había dicho muy en serio. No tenía suficiente criterio para entender a los conversos, a los que traicionan una causa justa, a los que en medio de un combate desertan y luego se dedican a defender con fanática locura lo que antes odiaban. Comenzó a bullir en mí la necesidad de explicarme aquel cambio y, desde entonces, la pregunta nunca me abandonaría: «¿Por qué Betancourt terminó siendo un furibundo anticomunista?». Tardé cincuenta años en entenderlo.
jsantroz@gmail.com