La economía española se encuentra en una situación muy difícil. Su modus
operandi de decenios anteriores está completamente agotado y la
confluencia de tres factores decisivos (su pertenencia a una unión
monetaria sin voluntad de disponer de políticas económicas que resuelvan
las asimetrías que se dan entre los países que la componen, los
rebrotes de la crisis financiera internacional y la peculiar situación
de la política interna española) limitan casi totalmente la capacidad de
maniobra que necesitaría el gobierno para logar que España saliera
airosa de la situación.
La crisis y los problemas estructurales de la economía española: ¡ya no
va más!
En España se produjo también la crisis estructural y el mismo tipo de
ajuste neoliberal que en el resto del mundo y que, en última instancia
ha sido el que ha provocado la última crisis financiera, una expresión
más aunque mucho más grave de las consecuencias que lleva consigo el
haber situado al capital y a la especulación financieros en el epicentro
de la actividad económica. Pero aquí se ha producido un hecho
diferencial que es la que a mi juicio explica que ahora esté sufriendo
la crisis de modo también singularizado. Me refiero a la casi completa
coincidencia de la crisis estructural y el ajuste con una salida pactada
a la dictadura franquista que dejó en gran parte intacto sus modos de
operar y los privilegios de los principales grupos de poder económico de
la dictadura, y de ambas circunstancias con el tardío proceso de
construcción del Estado de Bienestar en España que se inició en la
transición y más concretamente con el primer gobierno del partido
socialista.
La presencia combinada de todas esas circunstancias es lo que explica
que ninguno de esos procesos haya salido como como debiera haber salido
para que hubiera fortalecido a nuestra sociedad y a nuestra economía. Y
también algunos de sus rasgos estructurales que ahora pesan como una
losa sobre nuestra economía:
- La debilidad de las clases trabajadoras y de sus sindicatos en
contraste con el gran poder de los principales núcleos oligárquicos
conformados durante la dictadura y que todavía siguen dominando los
centros de gravedad de la economía española.
- La conformación muy imperfecta de instituciones decisivas como el
mercado de trabajo (dual, de poder muy asimétrico y con fuertes residuos
coorporativos), el financiero (muy concentrado, protegido y con una
perversa influencia sobre el poder político) y el propio sector público,
poco eficaz como consecuencia de su gran dependencia de los intereses
privados, lo que, entre otras cosas, ha impedido usar con toda su
eficacia instrumentos esenciales de transformación social como la
política fiscal (que no ha podido imponerse nunca sobre la aversión a
los impuestos de las clases adineradas).
- Un gran déficit de capital social y humano y de estructuras de
bienestar colectivo que ha influido negativamente en aspectos tan
importantes como el desarrollo de la investigación y la innovación o la
incorporación de las mujeres a los mercados laborales.
- La dificultosa y traumática vinculación de la economía española con el
exterior, esclava del capital extranjero y obligada a competir mediante
la especialización empobrecedorea en bienes y servicios de poca calidad
y bajo precio y recurriendo periódicamente a la devaluación.
- Una desigualdad originaria en el reparto de la renta que apenas si ha
podido ser compensada por las políticas redistributivas y que en todo
caso aumenta desproporcionadamente cuando éstas se debilitan.
El modelo social que nació de la combinación de estos rasgos es el que
Vicenç Navarro ha denominado con toda razón como de bienestar
insuficiente y democracia incompleta. Y el modelo productivo que se ha
ido consolidando con esos mimbres es uno de baja productividad al estar
basado en el uso más barato posible de la mano de obra; de escasa
innovación y bajo valor añadido; dependiente del exterior y parasitario
de los negocios, de las rentas y las subvenciones procedentes del sector
público; de escasa fortaleza endógena debido a la desigualdad;
altamente endeudado como consecuencia de la escasez de las rentas
familiares y del poder político de la banca; desindustrializado como
consecuencia de la externalización y de la supeditación a los intereses
globales del capital extranjero que se ha hecho con las redes
empresariales más importantes; con grandes tensiones sobre los precios
como consecuencia del poder oligopólico que predomina en la mayoría de
los mercados; altamente despilfarrador y gravoso para el medio ambiente;
y, como consecuencia de todo ello, con una gran dependencia de la
evolución del ciclo, tanto a la hora de generar actividad como, sobre
todo, en cuanto a creación y destrucción de empleo se refiere.
Este modelo de crecimiento ya produjo en los primeros años de la
transición, más tarde en los ochenta y en 1992-93 crisis y fases de gran
debilidad y de pérdida de empleos, perturbaciones financieras muy
costosas y desajustes con el exterior que, antes de entrar en la zona
euro, se pudieron resolver, como he señalado, a base de sucesivas
devaluaciones. Y lo que ha sucedido en los últimos años anteriores a la
crisis actual es que todos estos rasgos se acentuaron e incluso se
exageraron.
La entrada en el euro supuso inmensas entradas de capitales que
favorecieron la acumulación de grandes patrimonios y un gran volumen de
ahorro, si bien a cambio de perder la propiedad y el control sobre la
práctica totalidad del aparato productivo, de una gran
desindustrialización y de convertir así a la economía española en una
fuente de renta para el capital extranjero a cambio de unos años de
potentes ayudas y subvenciones que sostenían la demanda. Las reformas
laborales permitieron la creación de miles de empleos precarios y de
quita y pon. Los bancos, con la complacencia explícita de las
autoridades monetarias, multiplicaron la oferta de crédito y el crédito
abundante y más barato en términos reales en España que en el resto de
Europa permitió mantener la demanda de consumo y que las empresas
pudieran aumentar su poder de mercado y multiplicar sus beneficios. Los
gobiernos establecieron las bases para un funcionamiento cada vez más
especulativo y oligarquizado de la actividad económica, limitaron el
esfuerzo para la creación de capital social (salvo en el caso de las
obras públicas vinculadas al negocio de la construcción), renunciaron a
establecer disciplina en los mercados, aliviaron las cargas fiscales
sobre las rentas de capital, liberalizaron al máximo los mercados del
suelo y la vivienda y todo ello alimentó una gigantesca burbuja
inmobiliaria que se retroalimentó, proporcionando más liquidez y un
incremento desorbitado de la deuda privada (lo que equivale a decir del
negocio bancario, que llegó a ser en España mucho más rentable que en
cualquier otro lugar de Europa).
En solo seis años, de 2002 a 2008 el crédito total a residente aumentó
un 70% y el endeudamiento neto de la economía española, que había
crecido un 82% entre entre 1999 y 2003, lo hizo un 243% en los cuatro
años siguientes, dedicándose el 70% de la nueva deuda a la inversión en
la burbuja inmobiliaria.
Para mantener el impresionante negocio de la burbuja los bancos y cajas
españoles se endeudaron con otros bancos europeos. A diferencia de los
de otros países, sus factor de riesgo no fue tanto la exposición a las
hipotecas sub prime de Estados Unidos como la acumulación de activos
vinculados a la burbuja inmobiliaria. Y, por eso, en lugar de ser
receptores de riesgo por esa vía se convirtieron más bien en sus
exportadores hacia los bancos que los habían financiado y que ahora se
enfrentan temerosos a la situación económica de la banca y la economía
españolas.
Por supuesto, ésta última sufrió el impacto de la crisis mundial. Era
inevitable, aunque sus bancos no estuvieran tan directamente afectados
por la difusión de hipotecas basura y sus derivados como los de otros
países, porque, en todo caso, les afectaba el racionamiento del crédito
que produjeron las quiebras bancarias y la desconfianza generalizada y,
enseguida que estalló la burbuja en España, su propia descapitalización
interna. Así que, al igual que en otros lugares, la banca española
también cerró el grifo de la financiación a la economía provocando todo
lo más que se podía extender la destrucción de actividad y de empleo.
Pero, a diferencia de lo ocurrido en otros países, el problema de la
economía española era que hubiera entrado en crisis incluso aunque no se
hubiera producido la financiera de nivel internacional.
Agotado su modelo badado en la actividad inmobiliaria y en la generación
de deuda privada, la economía española estaba condenada a caer en
barrena con independencia de lo que hubiera sucedido con las hipotecas
basura.
Sin capacidad de maniobra
Ante esta situación el gobierno reconoció, aunque muy tardíamente que la
economía española no puede seguir desenvolviéndose como hasta ahora y
ha propuesto un cambio de modelo y la puesta en marcha de estrategias de
recambio productivo. Aunque la mayoría de ellas se las ha llevado el
viento de la recesión cuando el gasto para evitar el colapso y
satisfacer la demanda de recursos de la banca ha desbocado el déficit
público, que ha llegado al 11,4% del PIB en 2009.
Así se ha alcanzado una encrucijada muy delicada porque, por un lado,
haría falta más gasto contracíclico pero, por otro, no hay ya
prácticamente más capacidad para aportarlo. O se incurre en un gran
sobrecoste en los mercados y se sufren los ataques especulativos y la
extrosión política orientada a garantizar el pago y a evitar que de esa
forma se afecte no solo a la imagen como deudor de España sino a la
divisa europea... o se cambia de política, algo a lo que no parece estar
muy dispuesto el gobierno ni para lo que se ha generado el clima y el
poder social que pudieran hacer factible el cambio de estrategia.
Lo que está ocurriendo entonces es que, en lugar de que España viva una
evolución de la crisis más o menos acompasada con el resto de los países
centrales de la Unión Monetaria, sufre lo que llamamos un típico
impacto asimétrico con respecto a ellos y como consecuencia, en este
caso, de la debilidad añadida que le produce su modelo económico
agotado.
El problema al que ahora se enfrenta España es el que advertimos muchos
economistas en su día: una unión monetaria imperfecta que no dispone
(porque se ha renunciado explícitamente a ello) de mecanismos de
coordinación y reequilibrio.
Los teóricos de las uniones monetarias demostraron hace años que, en
esas condiciones, es inevitable el desenganche de las economías
impactadas, que sufren un deterioro en actividad y empleo que puede
llegar a ser irreversible.
En esta coyuntura se añade además un factor que agrava la situación.
Sabiéndose que es inevitable que se produzca, como se está produciendo,
este desenganche, y conociéndose que la Unión Europea no tiene hoy día
otra respuesta política que el más de lo mismo y ningún instrumento
económico que pueda evitarlo, se está haciendo una verdadera y explícita
llamada a quienes sostienen la deuda de la periferia europea, que
seguramente no es ni la más elevada ni la más arriesgada desde el punto
de vista de los compromisos de pago, pero sí la soportada por los
estados política y económicamente más debiles y maniatados.
Es verdad que eso ha sido siempre así, o al menos eso es lo que ha
ocurrido en los últimos decenios en diversos países y situaciones. Pero
ahora el agravante es que, como secuela de los continuos ramalazos de la
inconclusa crisis que vivimos, y como resultado de la financiación tan
generosa de los bancos centrales y gobiernos a la banca internacional,
la especulación financiera se encuentra de nuevo desatada.
La criminal paradoja que se está produciendo es que los bancos crearon
la crisis, hundieron las economías, obligaron a que los estados se
endeudaran para salvarlos y evitar la debacle y, puesto que ya no
disponen de banca pública que hubiera podido hacerlo en otras
condiciones, deben recurrir a los propios bancos privados que provocaron
la crisis que así hacen ahora un negocio redondo suscribiendo la deuda.
Y gracias al poder que mantienen impondrán condiciones draconianas a
los gobiernos para que los recursos vayan, antes que nada, a retribuirla
y garantizarla.
Finalmente, no se puede dejar de mencionar la debilidad añadida que
provoca la peculiar situación política española. La derecha, en una gran
parte formada y consolidada en torno a los grupos de poder nacidos del
franquismo, no está dispuesta de ninguna manera a ceder en la presión
continua al gobierno que, para colmo, se viene enfrentando a la crisis
con análisis erróneos, zigzagueando, sin proyecto, cada vez con menos
credibilidad y con un liderazgo social más debilitado que nunca. Y, por
otro lado, los sindicatos no terminan de tomar el timón de los intereses
de los clases trabajadoras y los grupos la izquierda del partido
socialista se encuentran divididos y debilitados.
España lo tiene difícil. No puede hacer frente a la quiebra de un
modelo y a la ofensiva especuladora por sí misma porque ni tiene fuerza
endógena ni instrumentos para hacerles frente. No tiene salida sin
Europa pero el neoliberalismo que impregna a esta Europa es el
responsable de gran parte de sus males.