El periodista, como solía hacer algunas veces, buscó cobijarse en el frondoso Guayacán para disfrutar de su sombra y frescura, pero cuál no sería su sorpresa: sus hojas estaban mustias, su tronco magullado y las huellas de sus lágrimas estaban marcadas en su rostro, sin interrogarlo, empezó hablar con el dolor reflejado en todo su ramaje:
Sucede, amigo, que aún no entiendo esta violencia y furia de ciertas personas. Esto es inconcebible, porque nosotros no sólo hemos sufrido, sino niños y ancianos, pues un grupo de inconscientes empezó a cerrar vías con obstáculos; pero eso no era todo, sino que encendieron los desechos que había en la carretera y todo era candela y humo, y uno ahí sufriendo el asfixio y la sed, sin que nadie tuviera piedad de nosotros. ¡Qué locura, amigo mío! ¿A quién diablo se le ocurre semejante cosa? En verdad yo no entiendo, pero en mi inocente manera de pensar, creo que eso lo es más reprochable que pueda hacer humano alguno.
Pero eso no fue lo más grave, sino cuando empezaron a meterse con nosotros, o sea los árboles, ahí si es verdad que empecé a temblar porque desde aquí observé como morían muchos de mis compañeros, quienes no tenían la culpa de nada, sino que como estaban cerca de aquella locura, muchos impíos, empezaron a derribarlos con sierras eléctricas y con guayas jaladas por carros rústicos, y las lágrimas y el llanto silencioso de mis compañeros las sentía desde aquí y me partían y me parten el alma. ¡Qué criminales y cobardes! ¿Cómo se van a meter con nosotros que no tenemos culpa de nada, sino más bien damos sombra, frutos y adornamos las vías?
Dime, amigo mío, ¿usted cree que eso tiene perdón de Dios? Yo creo que no, ni los que lo hicieron ni muchos aquellos que leen, escriben y que se la dan de cultos y que de una manera u otra apoyan esta barbaridad.
Y mejor no sigo hablando amigo, porque de verdad tengo el alma partida. El árbol se calló y el periodista se limpió unas lágrimas que le habían corrido por el rostro.