La disyuntiva

Yo no tengo problema en que haya elecciones en diciembre. En serio. Sobre todo si el proyecto en el que creo las va a ganar. Llegan a preocuparme del asunto dos cosas nomás: el que sigamos acostumbrándonos a que las elecciones son un requisito imprescindible para que los justos sigamos al frente de las instituciones del Estado, y el que los perdedores se inventen una jugada en la goma para tratar de ganarnos el juego por las malas.

Lo primero me preocupa más que lo segundo. Porque los bichos no han superado un sentimiento de culpa (muy burgués por cierto): ellos saben que si vuelven a hacerlo por las malas volveremos a revolcarlos, y además quedarán mal ante los ojos de sus compinches allá afuera. Golpistas de clóset al fin, mucha pena les da asumirse como golpistas. Y nadie con esa vergüenza horrible a cuestas puede dar el salto, no para derrocar al Gobierno, sino siquiera para conspirar con dignidad.

Una de dos: o se acabaron aquellos subversivos de verdad-verdad, como los que proclamaban que un sistema de violencia con violencia había que derribarlo, o es definitivamente cierto que a los regímenes se les derriba sólo cuando están recién nacidos (como el de Allende) o seniles (como el de la seudodemocracia de Puntofijo). El Gobierno Bolivariano pasó sudando por la fase de los pañales, jugó metras y voló papagayos en mitad de un sabotaje petrolero y se hizo preadolescente después de ese año 2002. No está maduro pero tampoco indefenso; es demasiado temprano y demasiado tarde para sustituirlo por la fuerza. Y demasiado poderoso para derrocarlo vía elecciones.

Así que a olvidarse de Rosales y sus espinas. Este cuento ya empezó pero el final no está cerca.

¿Es una dictadura un régimen que no vaya a elecciones? ¿Es democrático un Gobierno sólo porque sustituyó al anterior en unos comicios? ¿Será que es necesario dar con un sistema distinto al eleccionario para decidir quién es el Presidente? ¿Y por qué los destinos del país tienen que seguir depositados formalmente en la figura presidencial? ¿No sería más honesto y realista poner a la gente a votar por colectivos de trabajo que dirijan las instituciones básicas y que lo demás lo maneje la turba, en lugar de seguir fomentando la costumbre de votar por super-hombres o figuras unipersonales de poder?

Los regímenes personalistas, presidencialistas y (por lo tanto) autocráticos son una creación de la democracia liberal, un artificio del Estado Nacional burgués para hacerle creer a la gente que es un sujeto, un ciudadano como usted o como yo, el que lleva el timón del país. Tiene doble o triple filo ese artefacto: 1) crea la falsa esperanza de que un ciudadano cualquiera, si estudia y se porta bien, puede ser presidente de la República; 2) le indica a usted que ese señor es un “mandatario”, es decir, un funcionario que usted eligió para que cumpliera su voluntad (de usted). Por lo tanto, cuando ese señor ponía la torta el pueblo tenía que sentirse culpable. Ya de eso hablamos una vez; el pueblo puso al tipo en Miraflores, el pueblo entonces es responsable de Recadi, las matanzas de Yumare y Cantaura, el alto costo de la vida, la tragedia del Orfeón Universitario y la volatilidad de la harina del ñame; 3) hace (o intenta) que los odios y las frustraciones se personalicen en un hombre y no en un sistema. Así, uno todavía oye decir por ahí que el culpable del derrumbe de la “democracia representativa” fue CAP, o Lusinchi, o Caldera, o Betancourt, o Ciliberto, o Canache Mata: todavía nos cuesta comprender que esos sujetos no hicieron nada para derrumbar su propio régimen, sino que éste tenía que derrumbarse porque nació podrido y podrido llegó a la vejez. Es más fácil digerir la idea de que CAP la cagó y por eso el país hizo explosión el 27-F, que fijar la atención en el signo más profundo de los tiempos: ni CAP ni Lusinchi ni nadie hubiera podido detener ese desplome, porque el edificio estaba construido sobre bases carcomidas.

Tráeme a la actualidad, túnel del tiempo: Chávez dice que quiere ser reelecto una y otra vez, y lo más fácil y directo es acusarlo de eso que en el siglo XIX llamaban “continuismo” y que Teodoro Petkoff sigue llamando hoy de la misma manera. En aquellos tiempos, y en otros más recientes, lo contrario a ser “continuista” era “alternarse en el poder”. Para efectos prácticos, reelegir a CAP por veinte años hubiera sido lo mismo que verlo o hacerlo traspasarle el poder a un imbécil que de todas formas iba a darle continuidad al proyecto criminal común a todos los partidos de derecha: la postración, el regalo de nuestras riquezas y de nuestro honor al capital y al imperio norteamericano. Así, una forma de mentir es seguir diciendo que los presidentes de Venezuela desde el 58 fueron Larrazábal, Betancourt, Leoni, Caldera, CAP etcétera. Porque, aunque esos señores en efecto despacharon desde Miraflores, el gobernante (no mandatario: gobernante) durante todos esos años hasta 1998 fue un solo señor, al que podemos ponerle por nombre “Continuador”. Cambiaba el nombre del presidente, pero el oprobio continuaba. La constante era la entrega de nuestros bienes y valores a una potencia extranjera.

Quizá no sea sencillo darse cuenta de ello, pero hace rato el presidente Chávez está pidiendo a gritos que la figura del presidente sea sustituida por un protagonismo colectivo. Es más fácil imaginárselo disfrutando de un Olimpo de tipo poderoso (porque el poder debe gustarle, cómo no), hasta que uno lo oye confesar que su más grande anhelo es poder pararse en una esquina, ir al cine y echarle los perros a la primera falda que despunte en esa avenida. Su clamor por un partido único no puede ser entonces un ardid para aislarse, sino el reclamo de alguien que requiere con urgencia ver cómo se construye el liderazgo colectivo del futuro, bajo unas directrices hechas por y para el país, y no dictadas desde afuera. Factor aglutinador, sabe que permanecer en Miraflores representa cierta garantía para que “eso” cristalice. Largarse de allí por miedo al qué dirán internacional (es decir, a las caras de asco de quienes creen que democracia es llamar a elecciones y sólo eso) es una estupidez a la que no debería sucumbir.

Disyuntiva, y está fácil: o lo ayudamos y nos ayudamos en eso, o el presidente post-Chávez (en el 2021 o en el año que sea) va a ser un coñastrico plutócrata plenipotenciario, un autoritario de verdad-verdad.

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José Roberto Duque


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