La doctrina Monroe
Monroe, nacido en Virginia en 1758, hizo una brillante carrera política: fue senador, embajador en París y en Londres, gobernador de Virginia, secretario de Estado y de Guerra, y finalmente presidente durante dos mandatos.
Posteriormente, su célebre discurso en el Congreso será conocido como “la doctrina Monroe” y se sintetizará así: “América para los americanos”. Muchos historiadores interpretan que lo que el mandatario quiso decir fue “América para los norteamericanos”.
Su doctrina asegura que los anglosajones y sus descendientes están predestinados a imponerse en toda América y hacerse responsables de sus recursos (tierras, aguas, ganados, minerales), justificando el desplazamiento o exterminio de cualquier pueblo nativo que se resista al “inevitable curso de la Historia”.
El mexicano Isidro Fabela (1882-1964) -quien fue abogado, catedrático, hombre de letras, diplomático y especialista en Derecho Internacional- escribe: “La doctrina de Monroe, que, según creen todavía algunos espíritus menos que sencillos, nació con una alta finalidad altruista a favor de las repúblicas hispanoamericanas recién emancipadas, no fue, en realidad, sino un acto que defendía a los Estados Unidos de un posible ataque de la Santa Alianza y de Inglaterra, y que preparó el terreno para que la Unión tuviese algún día las manos libres en América” (Estados Unidos contra la libertad. Estudios de historia diplomática americana, Barcelona, 1921).
Por su parte, Samuel Flagg Bemis sostiene que la doctrina Monroe “resultó inseparable de la expansión continental de los Estados Unidos: fue la voz del Destino Manifiesto” (John Quincy Adams and the Foundation of American Foreign Policy, ed. Alfred A. Knopf, Nueva York, 1949).
Y el historiador Dexter Perkins afirma: “Durante por lo menos medio siglo se ha afirmado persistentemente que la acción del Presidente (Monroe) salvó al Nuevo Mundo de un peligro mortal, que frustró los perversos designios de los miembros de la Santa Alianza y estableció las libertades de la América hispana (...). Por desgracia, esta idea es pura leyenda; si examinamos los hechos con sinceridad, tenemos que admitir que el Mensaje de 1823 se dirigía contra una amenaza imaginaria. Ni una sola de las potencias continentales abrigaba propósito alguno de reconquistas en el Nuevo Mundo en noviembre o diciembre de 1823” (La Doctrina de Monroe, EUDEBA, 1963).
Veamos ahora la doctrina Monroe como instrumento de dominación
En 1912 los marines desembarcan en Nicaragua; la ocupación se prolonga casi continuamente hasta 1933. Poco después de la invasión al país centroamericano, William Howard Taft, presidente número 27 de Estados Unidos, declara: “No está distante el día en que tres estrellas y tres franjas en tres puntos equidistantes delimiten nuestro territorio: una en el Polo Norte, otra en el Canal de Panamá y la tercera en el Polo Sur. El hemisferio completo de hecho será nuestro en virtud de nuestra superioridad racial, como es ya nuestro moralmente”.
La visión de Taft tiene un antecedente que rige hasta hoy. El 2 de diciembre de 1823, el presidente James Monroe pronuncia un discurso en el Congreso, en el que define la posición de Estados Unidos frente a las supuestas pretensiones de Europa hacia América Latina.
El republicano William Taft -graduado en la Universidad de Yale, ex fiscal y ex juez federal- es un buen discípulo de James Monroe. Ocupa la Casa Blanca de 1909 a 1913 y tiene bastante experiencia en lo que, a falta de un concepto mejor, puede catalogarse como “política exterior” de Estados Unidos.
En 1900, el ex fiscal encabeza la comisión encargada de gobernar Filipinas, y al año siguiente es el primer gobernador civil de las islas. En 1906, cuando Estados Unidos invade Cuba, es nombrado interventor. Un año después, Washington logra que el gobierno de República Dominicana le otorgue un negocio millonario: la recaudación de los ingresos aduanales, situación que se mantiene por 33 años consecutivos. En 1914, Taft es designado secretario de Guerra mientras dirige la construcción y administración del canal de Panamá. En 1911 ordena el desplazamiento de 20 mil soldados estadounidenses a la frontera sur para “proteger” a ciudadanos norteamericanos de los “desmanes” de la Revolución Mexicana.
Los sucesores de Taft mantienen la “política exterior” sin altibajos. En 1915, los marines ocupan Haití para “restaurar el orden” y establecen un “protectorado” que permanecerá hasta 1934. El secretario de Estado William Jennings Bryan, al informar sobre la situación haitiana comenta: “Imaginen esto: ¡negros hablando francés!”.
En 1916, los marines invaden la República Dominicana y permanecen allí hasta 1924. Ese año, desembarcan en Honduras para “mediar” en un enfrentamiento civil; un militar hondureño, impuesto por los invasores, asume el gobierno provisional. Honduras ocupa el primer lugar mundial en la exportación de plátanos, pero las ganancias son para la United Fruit Company.
En 1933, Estados Unidos abandona Nicaragua y deja el control del país a Anastasio Somoza, cuyos descendientes ejercerán el poder hasta 1979. En 1952, en Cuba, Fulgencio Batista inaugura su tiranía con la anuencia de Estados Unidos. Dos años más tarde, la Agencia Central de Inteligencia (CIA) derroca al gobierno democrático de Jacobo Árbenz en Guatemala. Siguen casi 40 años de violencia que culminan en la política de “tierra arrasada” de los años 80; en cuatro décadas, más de 150 mil personas pierden la vida. En 1965, Estados Unidos envía marines a República Dominicana para reprimir un movimiento que intenta restaurar al derrocado presidente, democráticamente electo, Juan Bosch.
Y la historia continúa hasta nuestros días, con la injerencia de Estados Unidos en la política interior de Cuba y de la Venezuela Bolivariana. Debemos adquirir conciencia revolucionaria y conocimientos históricos, para comprender cuan nefasta puede resultar para el continente, la aplicación por parte de EEUU de esta doctrina fascista. Solo así podremos hacer frente a las pretensiones del imperio norteamericano.