Con Trump triunfó la complejidad. Entre otras cosas, digo, porque trato de no ser simplista como tanto reduccionista. Luis Buñuel decía que en su juventud el mal eran el clero, el ejército, la burguesía y el bien la clase obrera, lo bello, el anarquismo, el comunismo. Stalin no había cometido sus demasías y el sacerdote colombiano oligarca y guerrillero Camilo Torres Restrepo no había echado su suerte con los pobres de la tierra. El simplismo es cómodo porque no tiene que descifrar complejidades como comunistas genocidas y curas guerrilleros.
El papa jesuita Francisco también nos invita a la complejidad: declara que quienes piensan como cristianos son los comunistas, cena con pobres de solemnidad, pero inviste cardenal a Baltasar Porras, que lideró un golpe de ultraderecha. Acúsome de ser volteriano, pero no tanto como para no intentar descifrar la complejidad de Francisco. Canjea al opuso levantisco Porras, para que ponga orden en una oposición mapleta, por un Papa Negro venezolano que al menos no es histérico.
La Venezuela de hoy no es buena escuela de complejidad. O eres chavista o eres derechista, sin matices.
Pero Trump obliga a hacer un curso crash de complejidad. Es un pater familias rabiosamente burgués, no esconde su machismo más balurde, es aliado de gente abiertamente racista, él mismo vocifera su segregacionismo y su islamofobia. Pero truena contra las grandes corporaciones, el totalitarismo mediático, denuncia las trácalas de los Clinton, muestra afinidad con Putin, se dice dispuesto a reunirse con Kim Jong-un, su prioridad no es derrocar a Bashar Al Assad sino destruir —en alianza militar con Rusia, la bête noire del establishment— el Estado Islámico que denuncia que fue creado por el imperio que va a presidir. Nombra funcionarios que son lo que Henry Ramos Allup llamó alguna vez, en su idiolecto churrigueresco, «ultraderecha ultramontana, recalcitrante y repugnante».
Estamos en vilo esperando sus mandobles, porque nos sentimos encerrados en un ascensor con un loco furioso y armado. Su complejidad surge paradójicamente de su simplismo ante los asuntos más enrevesados. Todo lo pretende encarar a lo bestia. Sin gradaciones.
O estudiamos y meditamos el concepto de complejidad de Edgar Morin —o erramos.