Ciertamente, no hay nada original en las experiencias totalitaria, fascistas o estalinistas, que no hubiese sido implementado ya por el colonialismo contra los pueblos no europeos. Existe una intelectualidad tradicional que defiende los valores superiores y permanentes de la modernidad liberal, que aún sigue ciega, sorda y muda frente al racismo y la negación cultural de su “modernización”, “desarrollo” y “asimilación cultural”.
También existe una intelectualidad de izquierda deudora de una mentalidad colonial euro-céntrica que somete el imaginario emancipador a la plantilla conceptual de los saberes teórico-prácticos de las luchas europeas, marcada por una narrativa de trasfondo, un transito evolutivo desde el salvajismo, la barbarie hasta la civilización. No hemos analizado a fondo como esa filosofía de la historia sigue marcando la falacia desarrollista presente en algunas formulaciones del “Socialismo del siglo XXI”. Colonialismo, productivismo y consumismo van de la mano en la falacia desarrollista. Construir un “modelo productivo socialista” para satisfacer las “necesidades inducidas” por el troquelado de la mercadeo y la publicidad capitalista es un contrasentido. Sin socavar la “lógica de las necesidades” que opera en los ideólogos del socialismo del siglo XXI no habrá revolución alguna.
El mundo de vida cotidiana nos habla del patrón de necesidades y aspiraciones de la tecno-burocracia bolivariana: tener más, alcanzar el status de la burguesía tradicional y un estilo consumista-derrochador. Genera perplejidad observar multimillonarios vehículos de altos funcionarios que tienen el cinismo de colocar en sus vidrios, gigantescas calcomanías que dicen “Patria, socialismo o muerte. Venceremos”. De allí uno explica el descontento, el desconcierto y el desencanto de las bases sociales de la revolución. Ese no es el camino de transición al socialismo. El capitalismo de estado se vuelve mafioso y arrogante. Hoy sabemos lo que podemos esperar de la tesis unilateral del “desarrollo de las fuerzas productivas”, si no observamos las graves implicaciones del dominio de la racionalidad burocrático-instrumental. Socialismo no es emular lo peor del capitalismo. Por otra parte, tampoco olvidemos que los emblemas de “libertad, igualdad y fraternidad”, así como la “carta de derechos del hombre y del ciudadano”, fueron conquistas del universalismo abstracto, dimensión que encubría y legitimaba el racismo, así como la arrogancia del proyecto imperial. Racismo, sexismo y etnocentrismo se anudaron estrechamente a la explotación clasista. El referente y destinatario de tales discursos fue el “hombre europeo, blanco, propietario y heterosexual”. Lo que Marx llamo, la “burguesía moderna europea”.
Habría que aprender de Aimé Cesaire y Frantz Fanon a descolonizar el propio imaginario socialista, comprender la crisis del humanismo europeo, de su principio de razón suficiente, del heleno-centrismo, un proyecto civilizatorio que ha deshecho principios, valores e ideales a través de su hipocresía, cinismo, arrogancia y mentiras frente a la situación colonial, frente a la problemática del proletariado interno y externo. Europa y occidente muestran una cruda incapacidad para comprender y encarnar el respeto a la dignidad humana, en tanto que dignidad de una humanidad culturalmente diversa, en tanto diálogo simétrico de civilizaciones, culturas y naciones. El llamado “progresismo” de la izquierda occidental también debe mirarse con pinzas. La ceguera a la opresión, el racismo y la alienación cultural sigue siendo parte de las relaciones entre el Norte y el Sur. No basta el reduccionismo de clase, ni ningún doctrinarismo marxista. Hay que liberar a Marx y a los marxismos históricos del eurocentrismo. La falacia desarrollista se sustenta en la creencia en la superioridad unilateral de Europa, en que las trayectorias del cambio tienen que seguir el curso de la “modernización refleja”, pues este Progreso con mayúsculas es el único posible y el único deseable. Hay que comprender lo que del imaginario socialista es producto de un eurocentrismo excluyente. Cesaire nos plantea desprendernos del reduccionismo europeo. Desde allí, el sujeto popular será también indo-afro-mestizo, y no solo un “proletariado” de “calco y copia” europeo. El proyecto a alcanzar no puede encallar ni en el particularismo estrecho ni en el universalismo imperial, se trata de construir vías para el “pluriverso radical descolonizador”, como premisa de problematización del “socialismo del siglo XXI”.
La tecno-burocracia revolucionaria aspira a alcanzar el nivel de vida, consumo y ostentación de la burguesía compradora. Es patética su conducta de imitación servil a la psicología social del colonizador. Sabemos que el socialismo burocrático del siglo XX encierra una pretensión de universalidad, de autoritarismo epistémico, de racismo que encubre el provincialismo de sus estructuras de conocimiento, sensibilidad, estética y afectividad. Los intelectuales revolucionarios se parecen en muchos casos a los evangelizadores europeos. Se requiere de una contra-hegemonía cultural liberadora, no de hegemonías ideológicas, comunicacionales o epistémicas calcadas de prácticas euro-centradas. Hay que descolonizar no solo a Marx y a Gramsci, sino a los “marxistas” y “gramscianos”. Quizas comprender más a Simón Rodríguez, a Tupac Katari, a Cesaire, a Mariategui y a Fanon. La descolonización del socialismo del siglo XXI es un reto pendiente. No basta disfrazarse de rojo rojitos. Podría ser una degradada muestra de “piel negra y máscara roja”. El socialismo puede ser presentado como espectáculo, mascarada, como impostura, como existencia in-auténtica. Existen múltiples maneras de estar y darle sentido a lugares, mundos y experiencias, para construir subjetividades desde la diferencia reconocida. Más allá del mundo occidental, hay policronías y polifonías de enunciación, hay nuevos territorios existenciales. Socialismo no es burocracia sin fin, no cae del cielo ni brota de los infiernos del colonialismo, es además de democracia sin fin, aquel mundo donde caben múltiples mundos. El totalitarismo tiene una genealogía distinta a la que nos pintan algunos malos lectores de Hanna Arendt. Comienza en el colonialismo.
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