La concepción de la mujer en la época de la Independencia estaba informada por nociones tales como, la imbecilidad del sexo femenino que nos conduce a la idea de incapacidad y por la noción de la pasividad. La imbecilidad de las mujeres era entendida como la falta de fuerza o debilidad en un sentido muy amplio. Las mujeres, caracterizadas por tal debilidad, tenían asignado un papel de menores de edad, incapaces de involucrarse en cualquier negocio, a no ser con el expreso consentimiento del padre o del marido. En el campo jurídico, esta posición inferior de la mujer se había acuñado en la Ley de las Siete Partidas del Siglo XIV y en las Leyes de inicios del siglo XVI, reforzada por la Iglesia Católica como verdadera heredera y transmisora de las concepciones éticas y jurídicas de la antigua Roma. Sin embargo, esa concepción social y jurídica contrasta con la realidad, tal y como se refleja en los Protocolos de muchos notarios de Caracas y otros lugares. Los Protocolos demuestran que si bien existía un buen número de transacciones llevadas a cabo por mujeres con el expreso consentimiento del padre o del marido, existen otras en las cuales las mujeres actúan solas y por su propia cuenta. Otra noción que está presente en la concepción sobre las mujeres en la época de la Independencia era la de la pasividad. En otras palabras, durante la Independencia y después de ella, las mujeres eran consideradas incapaces y pasivas, además de estar afectadas por otros defectos de carácter. Contrario a tal concepción, muchas mujeres se dedicaron a diversas actividades económicas, entre ellas al comercio, constituyendo el grupo de las mercaderas. Ese grupo de mercaderas se hacía presente con sus aportes económicos durante las campañas militares, cuando se requerían u ordenaban aportes financieros a cargo de la ciudadanía. Es decir que nuestra actuación en la campaña libertaria no se limitó a la importante tarea de la organización, la comunicación y la acción directa en los campos de batalla, sino que también financiamos, con nuestros recursos económicos, las exigencias militares.
En cuanto al matrimonio, las mujeres peninsulares y las blancas criollas tenían la obligación de aportar la dote, la cual podía consistir en bienes muebles, inmuebles o en metálico. En la dote, la mujer podía incluir esclavos y esclavas. Para contraer matrimonio, los futuros contrayentes debían tramitar ante la Real Audiencia de Caracas, su Limpieza de Sangre y establecida la genealogía, la autoridad respectiva, civil y eclesiástica, entregaba la licencia matrimonial.
Los matrimonios de mujeres blancas con gente de “raza inferior” (mulatos, negros o pardos) requerían de una licencia especial.
En lo que corresponde a las mujeres indias, estas estaban sujetas a la servidumbre en las Encomiendas, al igual que sus esposos. En la encomienda venezolana encontramos que, la mayoría de las veces, el trabajo de la mujer era mayor al trabajo del hombre, un dato que anota especialmente el historiador Eduardo Arcila Farías.
Pero volviendo a los hechos de la Independencia, cuando la Junta Suprema de Caracas decreta “la igualdad de todos los hombres libres” (1810) y con posterioridad, el Congreso Constituyente que redactará la Constitución de 1811, “confiere al noble y virtuoso pueblo de Venezuela la digna y honrosa investidura de ciudadanos libres, el verdadero título del hombre racional” y “proscribe las preocupaciones insensatas, odios y personalidades que tanto detestan las sabias máximas naturales, políticas y religiosas”, no está pensando en igualar a todas las clases sociales existentes (en relación a los hombres) y, mucho menos, en igualar a las mujeres y los hombres.
Venezuela fue un ejemplo claro de los mecanismos patriarcales de dominio y subordinación existentes en la sociedad colonial de Hispanoamérica, mecanismos que heredarán las nacientes repúblicas. El patriarcado de la época colonial hace un uso sesgado del principio de igualdad ilustrado, heredado de la revolución francesa, que va a servir de justificación para la realización de la Independencia como una búsqueda de igualación de derechos entre los españoles americanos y los españoles peninsulares, uso sesgado que por sexista impide que esas bases teóricas sirvan a la vez para alegar la necesaria y consecuente igualdad de derechos entre hombres y mujeres.
El tema de la igualdad de derechos entre los hombres y las mujeres fue extraño a la agenda de la Independencia de Venezuela y del resto de las colonias hispanoamericanas. Al contrario, la igualdad proclamada, al ser una herencia de la filosofía ilustrada europea ni siquiera abrió la polémica intelectual acerca de la existencia del principio de igualdad de los sexos.
La Declaración del Cabildo de Caracas de 1810 no pasó de ser un mero exhorto escrito en papel, en el cual, la Revolución, encabezada por los nobles criollos, nivela, al menos declarativamente, a todas las clases libres bajo la denominación de ciudadanos, copiando con ello, las ideas revolucionarias de Norteamérica y Francia. La sociedad venezolana que llevó adelante la revolución de la Independencia era una sociedad de desiguales, no sólo por su origen, su condición social y económica sino también por la pertenencia al sexo. Las mujeres, como había acontecido en Francia y también en Norteamérica, fueron discriminadas dentro de su propia clase y en la sociedad en general.
El populus, el pueblo, estaba representado en la sociedad venezolana de tiempos de la revolución de independencia por esclavos, negros libres, indígenas, mulatos y pardos. Pero no fue suficiente llamar a las clases libres: ciudadanos, para que efectivamente pudieran ejercer sus derechos. La condición de ciudadanía, en estricto sentido, le es negada a todas las mujeres libres, al serles negado también, el derecho al voto en las elecciones. Las mujeres quedaron dentro del grupo de ciudadanos que no tenían derecho al sufragio y, además, no integraban el soberano, reservado solamente a un grupo de sufragantes masculinos.
La igualdad concebida durante la Revolución de la Independencia fue una igualdad teórica y la misma no alcanzó a los negros (sujetos a la esclavitud) ni a los indios (sujetos a la servidumbre) ni a las mujeres, en ninguna de las clases sociales en las cuales estaba dividida la sociedad. La igualdad revolucionaria sólo se pensó para un sexo: los hombres y para una clase social: la clase criolla o mantuana, que ejercía la supremacía económica y también la política, a partir del éxito de la revolución y siempre bajo determinados requerimientos. Los mismos heredados de la Ilustración: hombres blancos, propietarios y heterosexuales.
Los revolucionarios de la Independencia de Venezuela supondrán, siguiendo el estilo revolucionario francés, que “todos los hombres nacen libres” y son iguales a cualquier otro, “son individuos” y el contrato, el nuevo contrato, se considerará el paradigma del libre acuerdo fundador de la República naciente. Sin embargo, como bien lo ha escrito Carole Pateman, en este cuadro clásico del estado de naturaleza, se incluye un orden de sujeción entre hombres y mujeres. Las mujeres no han nacido libres, las mujeres no tienen libertad natural. Las mujeres no son parte del contrato originario a través del cual los hombres transforman su libertad natural en la seguridad de la libertad civil. Las mujeres son un objeto más del contrato social; son el objeto del contrato sexual.
En Venezuela, los hechos revolucionarios del 19 de abril de 1810 signaron el ascenso al poder de un pequeño grupo de blancos criollos con una débil idea del proyecto de nación o república que intentaban instaurar. Y aunque en el proyecto de Constitución de 1811 y en el Acta de la Independencia firmada el 5 de julio de 1811, se declara “ (…) establecida la libertad, la igualdad, la propiedad y la seguridad (…)”, en la práctica no ocurrió así. La libertad sirvió para eliminar las leyes de carácter racial pero manteniendo las diferencias económicas, otorgando el poder político a un pequeño grupo de hombres propietarios.
Las mujeres quedaron excluidas del poder no por razones económicas pues existían mujeres con riqueza material significativa, ni tampoco por razones de clase, sino por razón de su sexo.
Doctorada en Estudios de las Mujeres
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